Page 26 - Santa María de las Flores Negras
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—Así que no me vengan a mí con jóvenes respetuosos ni ocho cuartos —
dice Gregoria Becerra. Y se incorpora y se acomoda el sombrero de hombre que
le ha prestado el carretero para capear un poco los rayos del sol, y echa a andar.
Pasado el mediodía, auroleados por una bandada de jotes («Espero que
entre esa masa de pajarracos agoreros no estén los tuyos», le había dicho
Domingo Domínguez a Olegario Santana), los marchantes que conformábamos la
cabeza de la columna llegamos a los recintos de la estación Central.
Desfallecientes, luego de saciar algo la sed y de untarnos la frente con las manos
húmedas (el agua que encontramos era escasa y no alcanzó para todos), cada
uno se puso a descansar echado por ahí a la buena de Dios, arrimado
desesperadamente a cualquier objeto que hiciera algo de sombra. El cuadro que
hacíamos allí, desparramados en la arena, era triste y doloroso hasta la lástima.
Los familiares se arrejuntaban entre sí alentándose y tratando de darse un poco
de sombra entre ellos mismos. Y en tanto los hombres acomodaban cartones y
trozos de género en los zapatos de sus hijos más pequeños, y masajeaban y
curaban con saliva los pies pavorosamente ampollados de sus mujeres; ellas, con
reprimidos gestos de impotencia, trataban de reanimar a puros soplidos a sus
pobrecitas guaguas enfermas de sed y delirio.
Algunos de los más agotados, echados de espaldas en la arena,
boqueando, absorbiendo a bocanadas el oxígeno caliente de esa hora sofocante,
mirábamos hacia el horizonte tratando de descubrir alguna nube en lontananza.
Pero en el centro del cielo el sol era una bola de fuego perpetuo, negando
rotundamente el milagro de una nubecita expósita. Ahí, en esos páramos
infernales, con el aire seco y ardiente entorpeciendo el cuerpo y atontando los
sentidos hasta el desvarío, vimos la desesperación infinita del ser humano
sediento cuando, de bruces en la arena, varios de los nuestros que se quedaron
sin agua besaban y lamían las piedras buscando febrilmente arrancarles la última
gotita de su humedad prehistórica.
Cerca de las dos de la tarde, mientras continuaban llegando jirones de la
columna a la Estación Central, vimos aparecer el tren que hacía el trayecto de
Lagunas a Iquique. Algunos de los pasajeros, impactados por el estado
lamentable en que nos encontrábamos los caminantes, por la visión brutal de
niños llorando y mujeres embarazadas tiradas como bueyes en las arenas
calientes, nos daban voces de aliento y, por las ventanillas, nos convidaban frutas,
atados de cigarrillos y botellas con restos de agua. No obstante aquello, en un
momento se armó una algazara de proporciones cuando algunos de los
huelguistas más exaltados comenzaron a gritar que los viajantes varones deberían
de tener un poco de vergüenza y bajar de los coches para darles su lugar a las
mujeres que marchaban a pie. Pero, en tanto los sorprendidos pasajeros
comenzaban a discutir entre ellos si acaso era conveniente o no bajarse del tren, y
las mujeres de la columna, por su parte, alzaban la voz reclamando y negándose
rotundamente a separarse de sus hombres, el maquinista zanjó el altercado de un
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