Page 25 - Santa María de las Flores Negras
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                         Y eso es lo que vienen haciendo hace rato Olegario Santana y sus amigos.
                  Caminando casi en mitad de la columna, han repartido el agua de sus botellas
                  entre las mujeres y los niños que marchan a su lado y ya han comenzado a sufrir
                  ellos mismos los efectos de la sed y la fatiga.
                         Domingo Domínguez, fijándose en el andar desguallangado de hombres y
                  mujeres sobre la ardiente alfombra de caliche, dice, tratando de dar ánimos, que
                  parecen jotes apaleados como caminan todos.
                         —Especialmente mi compadre Olegario —refunfuña con la boca seca—,
                  que no sé por qué diantres, con el calorcito que hace, no se saca ese paletó
                  negro, que ya no da más de entierrado.
                         Olegario Santana simula no haber  oído nada y todo lo que hace es
                  encender otro de sus Yolandas arrugados.
                         El carretero José Pintor, que camina junto a Gregoria Becerra, suelta una
                  risita de labios resecos que le hace bailotear el palito entre los dientes, y dice que
                  a simple vista él calcula que del  paletó de Olegario Santana se puede sacar
                  limpiamente una carretada entera de caliche. «Y de tan buena ley que ningún
                  corrector macuco se atrevería a rechazar».

                         Gregoria Becerra, que sin desmayar ni dar un milímetro de ventaja marcha
                  a la par con los hombres del grupo, y que también ha venido ayudando y
                  reconfortando aguerridamente a las otras  mujeres de la columna, comienza a
                  preocuparse de que su hija se quede rezagada demasiado rato en compañía de
                  Idilio Montano. Que no sepa dónde marcha su hijo hombre no la inquieta mucho,
                  dice, pero que con su hija mujer la cosa es diferente. «Además no me gusta nadita
                  que ese joven se llame así como se llama».
                         Y sentándose en una piedra para sacudir uno de sus zapatones, agrega
                  ceñuda:

                         —Mi pobre hija no está para idilios.
                         —Idilio Montano es un joven respetuoso y caballero como el que más,
                  señora, de eso podemos dar fe nosotros —le dicen los amigos, deteniéndose junto
                  a ella.
                         —Así será —dice Gregoria Becerra—, pero por asuntitos de
                  enamoramientos mi hija acaba de sufrir una experiencia que todavía la hace
                  despertar por la noche gritando de pavor.
                         Y tras sacudir y volver a ponerse el zapatón agujereado, les cuenta, sin
                  levantarse de la piedra, que no hacía  aún dos meses, un mocetón un tanto
                  alocado que trabajaba cargando sacos de salitre en Santa Ana, y que se enamoró
                  hasta la tontera de ella, al no ser correspondido se había dado muerte con un tiro
                  de dinamita. Una tarde había llegado a la casa con un cartucho preparado, llamó a
                  Liria María a gritos desde la calle y en el momento en que ella se asomaba por la
                  ventana, se hizo estallar en mil pedazos ante sus ojos.





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