Page 24 - Santa María de las Flores Negras
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                  sentimos grandes y hermosos avanzando bajo su tutela y en su misma dirección
                  oeste. Tensado al máximo el arco del  pecho, ágiles los pasos en la arena, era
                  como si el cansancio y la fatiga nos volvieran sublimemente inmortales. Alguien
                  nos comparó entonces con el pueblo elegido echado a peregrinar por el desierto
                  en pos de la tierra prometida. Pero nosotros teníamos clarificado de mucho tiempo
                  que el maná no nos iba a llover del cielo, que había que ir a buscarlo, a cobrarlo, a
                  exigirlo a grito limpio. Y por eso marchábamos desafiando la aridez planetaria de
                  la pampa, para reclamar la porción justa de pan que nos correspondía por cada
                  gota de sudor y de sangre derramada en nuestro trabajo. Y pese a que ninguno de
                  nosotros era consciente del hecho, estaba claro que esa mañana la Historia
                  reculaba sorprendida ante nuestra expedición reivindicatoria, ante la grandiosidad
                  de nuestro canto que, pese a estar compuesto de festivas letras de cantinas, el
                  eco de la pampa y lo trascendental del momento transformaba en gloriosos
                  himnos de libertad y justicia universal.

                         Sin embargo, Iquique estaba lejos. Y  al fragor ardiente del mediodía —la
                  hora alucinante de la pampa—, sudados y  cansados como perros, entierrados
                  como perros, oliendo mutuamente a  perro, con el agua escaseando en las
                  cantimploras y un sol sulfúrico rugiendo en ángulo recto sobre nuestras cabezas,
                  el ánimo se nos empezó a erosionar,  a descascarar como una reseca capa de
                  pintura dorada. El calor nos abatía. El aire parecía inflamable. Daba la impresión
                  de que el planeta entero estaba hecho de material candente. De modo que poco a
                  poco se nos fueron amustiando las banderas, se nos fue desluciendo la mirada,
                  apagando la voz y acortando el tranco hazañoso del inicio de la jornada. Y
                  comenzamos a sentir miedo. La pavorosa redondela del horizonte reverberando
                  temblorosa a la distancia comenzó a  hacernos flaquear el corazón, a hacernos
                  temer de la muerte, del desvarío terrible de los espejismos azules. No nos
                  dábamos cuenta de que nosotros mismos, la muchedumbre descoyuntada que
                  conformábamos todos —los hombres rendidos, los niños llorando de sed sobre
                  nuestros hombros, las mujeres que trataban de consolarlos mojándoles los labios
                  descuerados con el agua de sus propias lágrimas—, éramos el más formidable
                  espejismo visto alguna vez por ojos humanos en esas desamparadas soledades
                  pampinas. Y entonces, cuando el sol parecía detenido a perpetuidad en mitad del
                  cielo y la columna empezaba a desmigajarse en lánguidos grupos silenciosos, y
                  los estoicos operarios bolivianos hacían sus primeros armados de coca para
                  combatir el cansancio, algunos de los  pampinos más veteranos y decididos,
                  constituyéndose en improvisadas comisiones de aliento, se pusieron a recorrer la
                  desmarrida caravana anunciando que ya estábamos por llegar a Estación Central,
                  hermanitos, que ahí descansaríamos un  rato para reponer fuerzas y llenar
                  nuestras cantimploras vacías. Haciendo bocinas con las manos, mostrándose lo
                  más enteros y ardorosos de ánimo que podían, los hombrones gritaban que había
                  que ser fuertes, compañeros, que así como no le estábamos entregando la oreja
                  al capitalismo, no había que entregársela tampoco al cansancio. Que la consigna
                  era avanzar de cualquier modo. Ganarle a la dureza de la jornada. Resistir. Y que
                  el más fuerte ayudara y diera una mano al que viera desfallecer a su lado.




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