Page 23 - Santa María de las Flores Negras
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                         El sábado 14 de diciembre, a las cuatro de la madrugada, la misma hora
                  brutal en que los pampinos  nos levantábamos al trabajo, la muchedumbre de
                  huelguistas, como una gran bestia  desperezándose, comenzó a ponerse
                  lentamente en movimiento. Pese a lo sacrificado de la hora, muchas casas a lo
                  largo de las calles abrieron sus puertas y ventanas para despedirnos y desearnos
                  suerte en la jornada y darnos algunas cositas para el camino y perdonen lo poco,
                  hermanitos.
                         Ya fuera del pueblo, en plena pampa rasa, siguiendo siempre la ruta de la
                  línea del tren, iluminados por antorchas y chonchones de carburo, apuramos el
                  paso animosos y llenos de esperanza por  nuestro cometido. En realidad, nos
                  parecía increíble la gran epopeya que estábamos viviendo. Y es que, de pronto,
                  nos dábamos cuenta de que ya no éramos sólo un puñado de obreros de la oficina
                  San Lorenzo mendigando un aumento de salario al gringo de la cachimba, sino
                  que de la noche a la mañana, conformando una gran masa de gente soñadora,
                  nos habíamos convertido en una especie de  ejército salitrero libertador, en una
                  épica y desharrapada caravana de hombres, mujeres y niños que atravesaban uno
                  de los parajes más inclementes del mundo  para exigir por sus justos derechos
                  laborales. Y aunque la mayoría nos lanzamos a la aventura tal y cual nos
                  sorprendió el soplo del coraje —con el  puro corazón por brújula y la esperanza
                  como ración de combate—, cada uno sentía dentro del pecho el borboteo de una
                  indescriptible sensación de libertad y audacia. Con los carteles en ristre, las
                  banderas al viento y cantando a voz en cuello un canto que era como el ruido del
                  mundo, las primeras luces del amanecer nos sorprendieron marchando a todo
                  tranco por la arenas endurecidas de salitre. Ufanos de esta gesta proletaria,
                  nuestro paso era el paso ronco de los astros en su tránsito por el universo. «Como
                  el trueno de una nueva aurora levantándose libre en las comarcas de la pampa»,
                  según recitaría después, llorando de pura humanidad, don Rosario Calderón, el
                  poeta ciego. Tan llenos de animación marchábamos entre la muchedumbre, tan
                  henchidos de júbilo, tan plenos, que parecía que hubiésemos traído con nosotros
                  los kioscos de música de cada una de las  placitas de piedra de las oficinas
                  salitreras, que era lo más alegre que teníamos. Y cuando el primer sol de la
                  mañana, alzándose detrás de los cerros,  nos condecoró de oro la frente, nos




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