Page 21 - Santa María de las Flores Negras
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drama tremendo cuando la Compañía, como tenía por costumbre hacerlo, no le
pagó una sola chaucha de indemnización. Todo lo que hizo el Administrador fue
ofrecerle un puesto de trabajo a ella. Pero después la estuvo rondando todo el
tiempo tratando de cobrarle su obra de caridad con favores carnales. Y, lo peor de
todo, brama indignada Gregoria Becerra, es que ahora último a ese hijo de mala
madre le ha dado por andarle tallando el naipe a su hija. Y eso por ningún motivo
lo iba a aceptar. Y que por esas y muchas otras injusticias de que son víctimas los
pampinos, tanto hombres como mujeres, ella no ha dudado un santiamén en
unirse a los trabajadores en huelga.
Al llegar de vuelta, Idilio Montano y Liria María, seguidos como una sombra
por Juan de Dios, traen dos noticias de la calle. La primera, y que no tienen
necesidad de proclamarla, pues se lee en el brillo de sus ojos, es que ellos se han
enamorado como dos palomitos nuevos. La otra noticia es que, como el señor
Intendente no se había dignado a subir al pueblo, la gente de la pampa ya ha
decidido marchar a pie hasta Iquique. Que partirán en una gran columna a la hora
del amanecer. Esto lo han sabido nada menos que por boca del mismito don José
Brigg, dice orgulloso Juan de Dios, con quien se han encontrado en la calle.
Gregoria Becerra les cuenta entonces a los presentes que su hijo es amigo
personal del obrero anarquista, pues en Santa Ana el niño se gana unos centavos
llevándoles la vianda al trabajo a algunos operarios, y que uno de ellos es don
José Brigg, que trabaja de mecánico en la maestranza de la oficina.
Cuando, después del té, los amigos comienzan a discutir sobre la
conveniencia de bajar o no a Iquique, pues los cuatro andan con poca plata y con
lo puro puesto, Gregoria Becerra, como un guante de desafío lanzado sobre la
mesa, dice impetuosamente que ella y sus hijos marcharán de todas maneras al
puerto, tal y como andan. Y enseguida los arenga a que ellos, como pampinos
antiguos que son, tienen más que nadie el deber de permanecer unidos junto a los
operarios en huelga, muchos de ellos gente recién llegada del sur. Que para lograr
algo con el conflicto hay que bregar como un solo hombre; que esa es la única
manera de enfrentarse a los barones del salitre. Ella, personalmente, ya está harta
de ver y sufrir los abusos que se cometen a diario en las oficinas. Como, por
ejemplo, que aparte de que no les paguen un céntimo de indemnización a las
viudas de los operarios muertos en accidentes de trabajo, les descuenten un peso
del sueldo por el derecho a un médico que llegan a ver tarde, mal y nunca en el
dispensario de la oficina, pues apenas existen cuatro médicos para las casi
sesenta mil almas que viven y trabajan en la pampa de Tarapacá.
—Los gringos están acostumbrados a pasarnos por debajo de la cola del
pavo cuantas veces les da la gana —termina diciendo Gregoria Becerra—. Y yo
creo que va siendo hora de cantarle las cuarentas.
José Pintor trata de disuadirla diciéndole que lo piense bien, la vecinita
linda, que son más de ochenta kilómetros los que hay que caminar a través de la
pampa, con poca agua y bajo un sol sangriento.
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