Page 17 - Santa María de las Flores Negras
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                  enemigo: los rapaces oficineros que nos explotaban sin escrúpulo ni moral alguna,
                  y, por supuesto, sin ningún control del Estado.

                         —¡Esto es histórico, compadrito Olegario! —dice casi gritando Domingo
                  Domínguez entre el bullicio y la polvareda del gentío.
                         —¡La gringada se debe estar cagando de susto! —exclama a su lado el
                  carretero José Pintor.
                         Y mientras ambos amigos caminan palmoteando y saludando a medio
                  mundo con gestos grandilocuentes, Olegario Santana, en medio de ellos, los mira
                  sin decir nada.
                         Pero se pasa el día y la humanidad del señor Intendente no se aparece por
                  ningún lado. Al anochecer, mientras José Pintor e Idilio Montano buscan dónde
                  comprar pan y cecina, Olegario Santana y Domingo Domínguez, tras conseguir a
                  duras penas una botella de aguardiente, se recogen a la estación del ferrocarril en
                  donde quedaron de encontrarse. Allí en el campamento, alrededor de las fogatas
                  hechas con durmientes de la línea férrea, grupos de operarios bolivianos y
                  peruanos se entretienen tocando sus quenas y charangas, y cantando canciones
                  de entonación tan triste como el lamento del viento pampino.

                         Los amigos se tumban a la vera de un fuego en donde un anciano ciego
                  recita poemas populares en contra de la explotación obrera. Alguien sentado junto
                  a ellos, un hombrón de mostachos desorbitados, campante y parlero como él solo,
                  les comienza a contar que el cieguito de los versos combatientes fue barretero en
                  la oficina Santa Clara, en donde perdió la vista al explotarle un tiro echado.
                         —Se llama Rosario Calderón —dice el hombre—, igual que el famoso poeta
                  que publica sus obras en  El Pueblo Obrero,  el diario que hasta hace poco se
                  llamaba sólo  El Pueblo,  como ustedes deben saberlo; el que fue incendiado
                  intencionalmente en julio del año pasado, cuando su dueño era Osvaldo López,
                  ese gran hombre de la prensa obrera que, además de luchador social, ha sido
                  artista de circo, actor de teatro, pianista, poeta, columnista y redactor de diarios. El
                  mismo que escribió la novela socialista  Tarapacá,  que, como ustedes deben
                  saberlo, enjuicia al clero y a la oligarquía y se adelanta en el tiempo a este gran
                  sueño de unidad que, ahora mismito estamos viviendo los trabajadores pampinos.
                  Un hombre perseguido por los sectores  oligarcas de este país, que ha sufrido
                  asaltos y atentados a su vida y que hace sólo cosa de un año fue procesado
                  jurídicamente por criticar al obispo de la zona, el tal monseñor Cárter que, como
                  ustedes deben saberlo, se oponía tenazmente a la Ley de Enseñanza Obligatoria.
                         —¿No es el mismo cura que dice que los niños pierden el tiempo
                  miserablemente estudiando? —interviene José Pintor.
                         —¡Su mismísima Eminencia! —responde presto el hombre.

                         Y, casi sin respirar, continúa diciendo que como  El Pueblo Obrero  había
                  sido por derecho propio el diario de los trabajadores, era ahí donde los pampinos
                  mandaban las porradas de versos a lo  humano y divino. Y que era tal la




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