Page 16 - Santa María de las Flores Negras
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Desde los cuatro puntos de la pampa la muchedumbre de huelguistas iba
llegando a Alto de San Antonio en largas caravanas polvorientas. El pueblo bullía
de animación. Entre el tumulto de gente hormigueando por las calles, se podían
leer letreros con los nombres de oficinas como La Gloria, San Pedro, Palmira,
Argentina, San Pablo, Cataluña, Santa Clara, La Perla, Santa Ana, Esmeralda,
San Agustín, Santa Lucía, Hanssa, San Lorenzo y de otras que algunos ni siquiera
conocíamos. Y así mismito nomás era. Porque entierrados de pies a cabeza los
huelguistas llegábamos cantando y gritando no sólo de oficinas del cantón de San
Antonio, sino de cada uno de los cantones de la pampa del Tamarugal. Y el
torrente de gente no paraba. La huelga había prendido en la pampa como un
reguero de pólvora («Y pólvora de la buena, compadritos» dice eufórico Domingo
Domínguez caminando entre el gentío). A ojo de pájaro, éramos más de cinco mil
los pampinos aglomerados en las calles del pueblo, avivando la huelga. Hombres
de distintas razas y nacionalidades, algunos de los cuales no hacía mucho se
habían enfrentado en una guerra fratricida, se unían ahora bajo una sola y única
bandera: la del proletariado. Y era tanta la efervescencia de la gente, que los
medrosos chinos de los despachos y tiendas de abarrotes, y los macucos dueños
de las fondas y cantinas del pueblo, habían cerrado con trancas y sólo atendían
por la puerta chica. Y mientras esperábamos el arribo del señor Intendente, y los
obreros seguían llegando en columnas por los cuatro horizontes del desierto,
espontáneos oradores comenzaron a trepar resueltamente al kiosco de música en
la plaza, o a encaramarse sobre la plataforma de los carros en la estación del
ferrocarril, en donde habíamos levantado campamento, para improvisar
encendidos discursos que hablaban de justicia y redención social, discursos que
nos inflamaban el espíritu de la necesidad urgente de romper cadenas, quitar
vendas y liberarnos de una vez y para siempre del opresor yugo capitalista. Con
voz de profetas desatados, estos arengadores vaticinaban elocuentes y rotundos
sobre lo brillante que se veía emerger el sol del porvenir en el horizonte del
proletariado. Y era lindo para nosotros oír todo aquello y vernos unidos por
primera vez en pos de las reivindicaciones tanto tiempo esperadas. Era
emocionante hasta las lágrimas ver a los operarios de la pampa unidos como un
solo pueblo, como un solo hombre, luchando en contra del mismo y común
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