Page 147 - Santa María de las Flores Negras
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terminaba rogando en todos los avisos— cualquier dato fuera entregado a las
mismas redacciones de los diarios. Pues la mayoría de estas mujeres no tenía
domicilio en la ciudad y lo que hacían era vagar todo el día por las calles
preguntando en las casas, buscando en los conventillos, rastreando en las
quebradas de los cerros y en los roqueríos de la playa en donde ya se habían
encontrado varios huelguistas muertos.
En las afueras del diario «La Patria», entre un grupo de personas que
esperan amontonadas, Olegario Santana, sentado en la vereda, se fuma un
cigarro tras otro. Esa mañana había visto en el diario los avisos de personas
buscadas y pensó que aquella era la única forma de dar con el paradero de Liria
María y el herramentero. Recién afeitado, con camisa y pantalón nuevo, pero con
su mismo paletó negro —Yolanda lo había limpiado y le había zurcido la
rasgadura de bala a la altura del hombro—, ese día Olegario Santana se atrevió a
salir del burdel pese a los ruegos de la prostituta. «Lo pueden apresar allá afuera,
cielito», le había repetido la mujer de los ojos amarillos, mientras le curaba la
herida con permanganato, que en la casa se usaba para curar las infecciones del
amor y que era lo único que tenía a mano.
Ahora, mientras fuma en la acera, ensimismado, con el corvo bien
escondido bajo la faja —no lo había perdido en la confusión de la masacre, sino
que se le había quedado en el cuarto del burdel— el calichero se pregunta si será
o no una buena idea poner en el aviso que la niña buscada se parece a la mujer
de los cigarrillos Yolanda. De pronto, el corazón le da un martillazo en el pecho:
por el medio de la calle, caminado hacia él, viene Idilio Montano en persona.
Los hombres se abrazan emocionados. Atropellándosele las palabras, Idilio
Montano quiere saber cómo logró salvarse de la matanza. Olegario Santana a su
vez, sin responder nada, le pregunta por Liria María, y si acaso saben lo ocurrido a
la madre y su hijo. Idilio Montano asiente con la cabeza. Que la joven, dentro de
su tristeza, le dice, está bien, y que se encuentran alojados en la casa de la familia
que les prestaba el baño, en donde hay refugiados seis heridos. «En esa casa ya
hemos visto morir a dos personas», dice condolido el herramentero. Ellos estarán
ahí hasta que consigan pasajes en algún vapor que los lleve al sur. Liria María
quiere volver a Talca, y él la acompañará. «Allá en su tierra natal —dice todo
aturullado Idilio Montano—, si Dios quiere, nos pensamos casar».
Olegario Santana le pide que lo lleve a verla. En el camino, el joven le
cuenta que esa tarde en la playa, al oír el trueno de las ametralladoras, habían
corrido como locos hasta la escuela, pero al llegar ya estaba todo consumado. El
cuadro que encontraron era de un horror indescriptible. Los pampinos
sobrevivientes estaban siendo arreados hacia el hipódromo y en el campo de la
plaza, en medio de un barrial de sangre y pirámides de muertos, se hallaba el
vicario Rücker y algunos médicos tratando de asistir a los cientos de heridos que,
abandonados como perros por el ejército, se morían retorciéndose y gritando de
dolor. Cuando hallaron los cuerpos de Gregoria Becerra y de Juan de Dios,
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