Page 142 - Santa María de las Flores Negras
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mientras es devuelto por el torbellino de gente hacia el frontis de la escuela. De
pronto, por el lado del Consistorio Municipal, descubre a Gregoria Becerra y a su
hijo Juan de Dios arrastrados por el tumulto. Gritando sus nombres hasta
desgañitarse y luchando desesperadamente entre el hervidero de gente, trata de
llegar hasta ellos empujando y pisando por sobre las rumas de muertos
destrozados, ensangrentados completamente y algunos con sus pantalones
ensopados en mierda. De pronto, ya cerca de ellos, Gregoria Becerra gira la
cabeza como si lo hubiere oído llamarla. Y en el mismo instante en que ella lo mira
con una lucecita de alegría encendida en las pupilas, Olegario Santana, con un
horror inconcebible, ve como la mujer es alcanzada y barrida violentamente junto a
su hijo Juan de Dios por las últimas balas de la última ráfaga de ametralladora que
resuena en el aire ardiente y polvoroso de la plaza Montt. La imagen de Gregoria
Becerra alcanzada por la metralla, cayendo acribillada junto a su hijo, se le fija en
sus pupilas atónitas como una escena de alucinación que no termina nunca de
suceder, como si madre e hijo se demoraran en caer, se demoraran en caer, se
demoraran infinitamente en caer y quedar en el suelo amontonados junto a los
millares de muertos cuya sangre ya había comenzado a correr como un torrente
sin contención por las pendientes de las calles de tierra.
El responsable de que se acallaran las ametralladoras había sido el vicario
apostólico Martín Rücker. El religioso, horrorizado por la masacre, logró meterse al
centro de la plaza y, entre el polvo, el humo de la metralla y la confusión de la
gente, recogió una guagua muerta sobre el pecho de una mujer —los cartuchos
habían atravesado a ambas—, y corrió con ella a plantarse frente al general. «Por
el amor de Dios, termine usted con esta carnicería», le gritó arrodillándose ante su
caballo blanco. El general lo miró como despertando de un estado de hipnosis
profunda y se lo quedó viendo con una fijeza ausente. La mirada vesánica de sus
ojos claros tenía el brillo asonambulado de los ojos de los peces. «Si tiene sed de
sangre chilena, aquí tiene la mía», lo increpó el vicario, abriéndose la sotana por el
pecho. Los mostachos engomados del general de brigada parecieron temblar
tenuemente cuando, sin quitar la vista del hombre que lloraba arrodillado ante él,
alzó la mano para detener el fuego. Habían transcurrido cuatro minutos y veinte
segundos eternos.
Al acallarse el tableteo de las ametralladoras, en la plaza sembrada de
cuerpos caídos —y de algunos cadáveres de caballos alcanzados por las
metralla—, el silencio pareció cósmico. Después, poco a poco, se fue comenzando
a oír el llanto de las mujeres, los estertores de los moribundos y los gritos
desgarradores de los hombres heridos mortalmente, pidiendo por piedad que los
terminaran de matar de una vez por todas. Entre esos gritos de dolor se elevaba
por sobre todos el de un obrero agonizante clamando entre sollozos, en un
marcado acento español, que su nombre era Manuel Vaca y que por favor le
avisaran a su hermano Antonio para que viniera a vengar su muerte. Seis años
después supimos que el hermano había cruzado la cordillera a pie desde
Argentina, donde se hallaba trabajando, para atentar contra la vida del general
fratricida. Y aunque fue un intento frustrado, logró herirlo varias veces con una
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