Page 146 - Santa María de las Flores Negras
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                         El lunes 23 de diciembre, dos días después de la matanza, las calles
                  centrales de Iquique, silenciosas y casi desiertas, todavía rezumaban olor a
                  sangre. «El aire huele a rosas marchitas», decían los pasajeros que
                  desembarcaban en el puerto esa mañana.
                         Hasta los paseos más concurridos de  la ciudad, aún a mediodía de ese
                  lunes convaleciente, se veían vacíos y  tristes, y sólo a las puertas de algunos
                  consulados acudían silenciosos grupos  de gente. Se trataba principalmente de
                  obreros extranjeros que pedían ser repatriados y de chilenos que solicitaban asilo
                  y carta de ciudadanía. El único consulado que había cerrado sus puertas a la
                  gente era el de Estados Unidos. En los días previos a la masacre, el cónsul había
                  estado pidiendo insistentemente a su gobierno, a través de telegramas cifrados,
                  que enviara a Iquique a los buques de guerra de la marina norteamericana —el
                  «Washington» y el «Tennessee»—, fondeados por esos días en el puerto del
                  Callao.  «Esto  —decía en uno de los telegramas el gringo amajamado—,  para
                  proteger a los ciudadanos extranjeros, pues los huelguistas han amenazado
                  incendiar la ciudad completamente, lo  que sería muy fácil ya que todos los
                  edificios son de madera y muy seca».
                         De la misma manera, en las redacciones de los diarios, congregaciones de
                  mujeres llorosas y enlutadas aguardaban noticias de sus desaparecidos. El drama
                  de estas mujeres pampinas era que muchas de ellas no sabían realmente si eran
                  o no viudas, pues nunca vieron el cuerpo sin vida de sus maridos ametrallados. Y
                  es que la mayoría de los muertos caídos en la escuela esa tarde de sangre fueron
                  llevados desde allí, sin reconocimiento alguno, directamente a las fosas comunes
                  del cementerio. Y en el cementerio tampoco se exigió el pase respectivo con los
                  datos prescritos. Esperanzadas entonces de encontrar con vida a algunos de sus
                  familiares —se sabía que muchos huelguistas heridos habían logrado
                  esconderse—, estas esposas, madres y hermanas estaban publicando avisos en
                  los diarios pidiendo noticias de sus desaparecidos, describiéndolos con una
                  prolijidad conmovedora. Había avisos en que, además de las facciones del rostro,
                  el color de la piel, la hechura de la ropa, el modo de caminar y el número de
                  lunares, se describía también el tono de voz de la persona buscada, por si alguien
                  en alguna parte lograba reconocerla de oído. Y, por el amor de Dios —se




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