Page 148 - Santa María de las Flores Negras
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                  prácticamente tuvieron que arrebatárselos a los carretoneros que ya habían
                  comenzado a llevarse a los muertos directamente al cementerio.

                         —En estos días me he enterado de que estos carajos ya tenían cavada una
                  fosa común —le interrumpe el calichero.
                         Idilio Montano prosigue diciéndole que  las autoridades hicieron sepultar
                  ayer mismo a las decenas de muertos que  alcanzaron a ser rescatados por los
                  deudos. Y le cuenta emocionado que además de la madre de Liria María y de su
                  hermano Juan de Dios, también sepultaron al carretero José Pintor.

                         —Lo reconocimos justo cuando lo estaban cargando en una de las carretas
                  —le dice—. Y sólo gracias a la intervención del vicario apostólico su cuerpo nos
                  fue entregado por la policía del aseo.

                         —Las cosas de la vida —murmura Olegario Santana—. Si José Pintor
                  supiera que un cura le tendió la última mano.

                         —Da la impresión de que los carretones municipales estaban esperando en
                  una calle próxima —dice roncamente Idilio Montano—. Pues apenas se llevaron a
                  los huelguistas sobrevivientes al hipódromo, hicieron su entrada a la plaza y
                  comenzaron con el acarreo de los cuerpos hacia el cementerio, aprovechando la
                  soledad en que quedaron las calles.
                         Luego le cuenta que ese mismo día, ya de noche, se encontró con uno de
                  los mineros de la Confederación y que, éste,  (además de contarle la muerte de su
                  amigo boliviano, le dijo también cómo habían visto morir a Domingo Domínguez.
                  «El pobre barretero debió ser uno de los primeros en ser acarreados a la fosa
                  común», dice compungido Idilio Montano. Pues al día siguiente, muy de mañana,
                  él había ido personalmente al hospital  en donde, gracias a la intervención de
                  algunos médicos civiles, cerca de cien cuerpos alcanzaron a ser trasladados para
                  que fueran reconocidos por sus familiares, y no encontró por ningún lado el
                  cadáver de don Domingo.
                         —Domingo Domínguez está vivo —dice Olegario Santana.

                         Ante la sorpresa de Idilio Montano, el calichero le dice que su amigo se
                  encuentra vivito y coleando, y que lo único que tiene es un pedazo menos de oreja
                  y un par de costillas rotas por los pisotones de los caballos. Además de haber
                  perdido su dentadura postiza. «De nuevo le funcionó su famosa buena estrella»,
                  dice sonriendo tristemente Olegario Santana. Y mientras Idilio Montano lo escucha
                  con la boca abierta, le cuenta sobre su propia huida del hipódromo aquella noche,
                  y de cómo, al llegar al burdel de Yolanda se halló con la sorpresa tremenda de ver
                  a su amigo sentado en una cama, con las piernas recogidas y mirando al vacío. La
                  bala de fusil sólo le había rozado la sien y arrancado la mitad de la oreja derecha,
                  pero al quedar tirado en el suelo, sin sentido y en medio de un gran charco de
                  sangre, había hecho que lo dieran por muerto. Lo único que recuerda, dice, es
                  que, de pronto, despertó gritando de dolor al sentir que alguien le estaba cortando
                  el dedo donde llevaba su anillo de oro.  Al darse cuenta de que estaba en una




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