Page 152 - Santa María de las Flores Negras
P. 152

HTTP://BIBLIOTECA.D2G.COM





                  como resorte principal montones de cadáveres»). Sin embargo, los que caímos en
                  la escuela —junto a los que murieron después a causa de sus heridas, y a los que
                  se fueron muriendo con el tiempo, de pura tristeza—, sabemos bien que, aunque
                  se esgrima toda clase de pretextos para negar o justificar esta aniquilación feroz, y
                  los responsables pasen a convertirse en héroes patrios, y con el tiempo se llegue
                  a bautizar calles, plazas y regimientos con sus nombres, con el nombre del
                  general asesino —que ordenó hacer fuego  sin tener nada que reprimir, sólo
                  impresionado por el agitar de las banderas y la gritería de la muchedumbre— y
                  con el nombre del presidente cómplice  que lo premió enviándolo de agregado
                  militar a Alemania —«Ha cumplido usted con los deberes inherentes a su cargo en
                  forma que hace honor a su  criterio y energía»,  le expresó solemnemente al
                  comunicarle su designación—; que aunque se eche mano a todo para olvidarnos
                  —incluso a la ignominia de levantar un monumento al capitalismo sobre la fosa en
                  que descansan nuestros huesos—, sabemos que nuestra muerte no será del todo
                  inútil, y que más tarde o más temprano será cantada y contada al mundo entero, y
                  el mundo entero sabrá que esta matanza perpetrada un 21 de diciembre de 1907,
                  en los recintos de la Escuela Santa María de la ciudad de Iquique, fue la más
                  infame atrocidad que recuerde la historia del proletariado universal.
                         Son las seis de la mañana. Luego de beber un tacho de té como único
                  desayuno —al llegar por la noche a San Lorenzo no había alcanzado a comprar
                  nada—, Olegario Santana acerca su rostro a la cocina y enciende su segundo
                  Yolanda del día (el primero se lo ha fumado en la cama y a oscuras). En pura
                  camiseta, acodado en las tablas desnudas de la mesa, espera a que claree el día
                  fumando parsimoniosamente, pero sin mirar el dibujo de la cajetilla. Ahora él es un
                  hombre entero; ahora tiene el rostro de una mujer de verdad para recordar por el
                  resto de su vida.

                         A las seis y media, ya vestido con su cotona de trabajo y sus pantalones de
                  diablo fuerte encallapados por los cuatro costados, se cala el sombrero, se cuelga
                  la botella de agua al hombro y sale tranqueando hacia la calichera. Afuera ya ha
                  amanecido. Apenas da algunos pasos en la calle, un ruido conocido le hace volver
                  la cabeza. Son los jotes que, al verlo, han levantado el vuelo al unísono desde el
                  techo de su casa. Olegario Santana se detiene ofuscado. Esos pajarracos ahora lo
                  encarajinan como el diantre. Siente deseos de insultarlos, de agarrarlos a
                  pedradas, pero se apacigua. Enciende entonces su tercer cigarrillo del día, exhala
                  el humo en un torvo gesto de resignación y continúa su camino hacia el cerro.
                         Arriba, tiznando la luz del cielo,  los jotes lo siguen planeando en lentos
                  círculos sobre su cabeza.















                                                                152
   147   148   149   150   151   152   153   154