Page 143 - Santa María de las Flores Negras
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                  pequeña daga. Una de las heridas le comprometió el ojo izquierdo y el militar se
                  vio obligado a usar un parche de pirata por el resto de sus días. Que al verse
                  manchado de sangre, contaban los testigos oculares del hecho, el general, tan
                  arrogante en la matanza de Iquique, lloraba como un perrito nuevo acurrucado en
                  el suelo.
                         Al terminar el tableteo de las ametralladoras, a pesar de los quejidos, el
                  llanto y el impotente blasfemar de los obreros; a pesar de los gritos destemplados
                  de la soldadesca y del galopar feroz de los lanceros por sobre los obreros caídos,
                  a Olegario Santana le parece no oír nada en el mundo, ningún ruido, ni el más
                  mínimo sonido, como si tuviese  los oídos taponados de algodón. La única
                  sensación que siente es el olor a sangre mezclado con el hedor ácido de la
                  pólvora. Cuando logra recuperarse de esa  especie de estado alucinatorio, corre
                  desesperado hacia el lugar en donde ha caído Gregoria Becerra junto a su hijo.
                  Ahí, sin poder contener las lágrimas, sólo alcanza a cerrarle piadosamente los ojos
                  a la mujer y acariciarle las mejillas al niño antes de ser atropellado por la caballería
                  que, en una carga desaforada, se ha lanzado hacia el centro de la plaza
                  acaballando a los sobrevivientes y obligándolos a rejuntarse por el lado de la calle
                  Barros Arana. Mientras tanto, la infantería entra por las puertas laterales de la
                  escuela rematando brutalmente a los heridos de muerte que colman las entradas
                  del recinto descargando sus lanzas sobre hombres y mujeres indefensos que con
                  las manos en alto o agitando trapos blancos no paran de llorar y pedir
                  misericordia, por el amor de Dios.
                         Una vez tomada y desalojada la escuela, comenzó el penoso arreo hacia
                  los recintos del hipódromo. Entre  dos filas de soldados, los huelguistas
                  sobrevivientes caminaban cargando lastimosamente a algún compañero herido, o
                  consolando a las mujeres y a los niños que no paraban de llorar. Sin embargo, la
                  mayoría marchábamos en silencio, con los puños apretados y haciendo crujir los
                  dientes de impotencia. Mientras avanzábamos, varios de los obreros heridos,
                  algunos con sus miembros cercenados o sus visceras afirmadas a dos manos,
                  golpeaban desesperados a las puertas de las casas a lo largo de la calle, pidiendo
                  cobijo. Pero las casas se hallaban cerradas con trancas y sus moradores parecían
                  haberse esfumado. Sólo al llegar al  conventillo 198, algunos heridos lograron
                  burlar a los soldados y esconderse en las habitaciones cuyas puertas se abrieron
                  para acogerlos. En ese conventillo  se encontró después a media docena de
                  muertos y una veintena de heridos que habían sido cuidados solidariamente por
                  sus moradores, que era gente de la más pobre de la ciudad.

                         Más adelante, en la confusión de la  marcha, otros obreros lograron
                  escabullirse de la procesión y asilarse en algunas casas particulares. Pero muchos
                  fueron muertos despiadadamente en el intento. Un huelguista herido en una
                  pierna, que camina cerca de Olegario Santana, en la esquina de la calle Bulnes
                  trata de desviarse del camino, pero es visto por un soldado de la caballería, quien,
                  enristrando su lanza adornada con una banderola chilena, corre hacia él y se la
                  hunde sin piedad por la espalda. Más allá, un operario boliviano que también





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