Page 145 - Santa María de las Flores Negras
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del norte y los huelguistas de los gremios de Iquique. Éstos últimos fueron
entregados a la policía de la ciudad, mientras a los pampinos se nos ordenó
avanzar hacia las cuestas de los cerros por donde pasaba la línea férrea. Allí ya
estaban llegando los convoyes con carros planos y rejas de cargar ganado que
nos llevarían a la pampa. Esto decepcionó a muchos obreros que, pensando
seríamos embarcados en la estación ferroviaria, y que no querían irse sin antes
hallar a sus familiares desaparecidos, habían planeado escapar a su paso por las
calles de la ciudad. A un gran número de estos obreros, que en los cerros trataron
de resistirse al embarque, se les obligó disparándole en las piernas y dando
muerte a algunos de ellos.
Sin embargo, en la subida hacia los cerros, y aprovechando la oscuridad,
muchos consiguieron escapar. Olegario Santana es uno de ellos. Al pasar cerca
de los estanques de agua logra eludir la vigilancia y, arrastrándose junto a otros
obreros, se esconde en una pequeña hondonada. Después de unas horas, casi al
alba, logra salir de su escondite y, arrastrándose por los arenales, comienza a
retornar a la ciudad. Tiene que encontrar a Liria María; tiene que contarle lo que
ha pasado con su madre y con su hermano. Además, en memoria de Gregoria
Becerra, siente que de alguna manera tiene que ayudar a la niña. Eludiendo el
paso intermitente de las patrullas, Olegario Santana se interna en las calles
desiertas. La ciudad le parece muerta. Al pasar, agazapado, por el frente de la
escuela Santa María, se da cuenta de que no queda ningún rastro de la
inmolación, ni el más leve indicio. Todo ha sido barrido, limpiado y desmanchado
prolijamente. Sólo atestiguan la matanza las tablas agujereadas por las balas y el
aire impregnado de ese olor a rosas azumagadas de la sangre. Después los
agujeros de balas serían tapados meticulosamente con masilla, pero el olor de la
sangre de los muertos no pudieron erradicarlo con nada.
Cuando ya está clareando en el cielo, Olegario Santana, exánime, con la
ropa sucia de tierra y sangre, llega al burdel de Yolanda. Sulfurado de impotencia,
aún le parece flotar en la nebulosa de una pesadilla. Ni siquiera en la guerra había
visto tanta perversidad junta. Al abrir la puertita azul y ver su facha de aparecido,
el niño Doralizo, envuelto en una delicada bata de seda, se persigna
aparatosamente.
—¡Ángela María, si están llegando todos aquí! —exclama excitado de
miedo.
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