Page 149 - Santa María de las Flores Negras
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carreta llena de cadáveres, y ya traspasando las puertas del cementerio, por poco
se muere de verdad ahí mismo. Dice que el policía que le estaba rebanando el
dedo, ni siquiera se inmutó cuando él volvió en sí y saltó de la carreta y salió
huyendo como alma que se lleva el diablo. El hijo de puta continuó tranquilamente
revisando a los demás muertos, desvalijándolos de sus billeteras, relojes y anillos.
«Y eso —dice oscuramente Olegario Santana— confirma la bulla de que muchos
huelguistas fueron sepultados vivos».
—Y sabe qué, don Olegario —dice conmocionado el herramentero—,
nuestro amigo no fue el único en salvarse de ser enterrado en vida. En la ciudad
se cuenta de otros tantos que escaparon desde el borde mismo de la fosa, en
cuyo fondo dicen que vieron un revoltijo pavoroso de cuerpos de hombres,
mujeres y niños. Dicen que algunos perdieron la razón.
En la casa, en una vasta habitación interior, sin ventanas a la calle, entre
heridos tirados en el piso y otros acomodados sobre bancas, el calichero
encuentra a Liria María abanicando a una anciana herida en el corazón. La joven
parece como sumida en un nebuloso limbo de desamparo. Al ver vivo a Olegario
Santana, una llamita de alegría parece parpadearle en el rostro. Lo saluda con un
abrazo largo. «Yo sé, don Olegario, que usted quería a mi madre», le dice en un
sollozo entrecortado. Su tez blanca parece transparentarse por una palidez de
papel de arroz. Olegario Santana la abraza en silencio. Después, en la
conversación con los dueños de casa, éstos le cuentan a Olegario Santana que
ellos no son los únicos que han albergado a gente herida, que incluso una familia
de por ahí a la vuelta tiene escondido a un par de marineros de la «Esmeralda»
que no quisieron disparar y desertaron. Uno de los hijos mayores comenta que los
muertos suman millares. Que un carretonero conocido de la familia, asegura haber
hecho siete viajes con la carreta llena de cadáveres, y que eran más de diez los
carretones municipales. Dice que la fosa del cementerio se hizo pequeña y hubo
que abrir otra detrás del hospital. Y que eran varios los policías que habían sido
sorprendidos saqueando a los muertos, arrancándoles incluso sus dientes de oro.
Que al hospital llegaron cerca de doscientos heridos, algunos llevados en brazos o
en angarillas improvisadas por gente piadosa, y otros que ingresaron por sus
propios medios. Pero que la mayoría murió poco después. Así como otros habían
muerto en las casas donde buscaron asilo o tirados por ahí, a la intemperie. Pero
que también hubo muchos moribundos que se suicidaron con sus propios
cortaplumas, no tanto por no soportar el dolor de sus heridas, sino porque el
deseo de vivir se les había trocado en odio a la vida al ver que habían sido
ametrallados por los soldados de su propia patria.
—La muerte que más ha dolido en esta casa fue la de Pastoriza del
Carmen, la niñita vestida de Virgen —dice Idilio Montano con su expresión
ensombrecida.
—¿Que ocurrió con ella? —arruga el ceño Olegario Santana—. Yo vi
cuando una mujer la rescató de la matanza.
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