Page 150 - Santa María de las Flores Negras
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                         —Ella fue una de las personas que murieron aquí —dice el hijo preceptor—.
                  Cuando la trajeron, la  pequeña no hablaba y no recibía ni agua ni alimentos. Y
                  tampoco dormía. Lo único que hacía era mirar al vacío con sus ojitos negros
                  abiertos hasta el pavor. Hasta que ayer por la noche simplemente dejó de respirar
                  y se murió. Así, con sus ojitos abiertos. Yo creo que no quiso vivir nomás, pues no
                  tenía ni un rasguño. Hoy en la mañana la acabamos de sepultar envuelta en su
                  capita de Virgen y con su corona de cartón dorado.

                         —¿Sabrán estos hijos de perra la magnitud del crimen que han cometido?
                  —se pregunta tragando saliva el calichero.

                         —En el Club Inglés aún brindan con champaña por el éxito de la jornada —
                  dice Idilio Montano—. Celebran la masacre como una victoria guerrera.

                         Después, mientras toman el té, la señora de la casa dice que las
                  autoridades han dispuesto un vapor hacia el sur, pero que sólo darán pasajes
                  gratuitos a las viudas. No así a los hijos, ni a los hermanos ni a las madres de los
                  huelguistas muertos. Sólo a las viudas. Que el vicario apostólico está interviniendo
                  para que por los menos tomen en cuenta también a los heridos que quieren volver
                  a sus tierras. Olegario Santana, pensativo, apenas prueba el té. Más tarde, antes
                  de despedirse, se lleva a los jóvenes hacia un lado, extrae desde el forro de su
                  paletó tres fajos de billetes de los grandes y se los alarga.
                         —Esto es para que se embarquen hacia el sur —les dice.

                         Los jóvenes lo miran incrédulos.
                         —Son los ahorros de todos mis años en la pampa. Creo que con esto les
                  alcanza también para comprarse una parcelita.

                         Al ver las lágrimas en los ojos de los jóvenes y sentir la propia emoción
                  atragantándolo por dentro, el calichero se refugia en una de sus escasas salidas
                  de humor.

                         —Ahora ya saben por qué no me quitaba  el paletó ni para dormir —dice
                  mostrando sus dientes nicotinosos.

                         —Pero este dinero significa el esfuerzo de toda su vida —le reprocha
                  sollozando Liria María.

                         —Ustedes lo necesitan más que yo —dice Olegario Santana—. En realidad
                  no sé para qué diantres estaba ahorrando tanto, si ya me quedan pocas vueltas en
                  la carretilla. Además, como diría seguramente la abuela sabihonda del jovencito
                  aquí presente: «La mortaja no lleva bolsillos».

                         Luego de despedirse de Liria María —«Mañana por la tarde subo a la
                  pampa junto a Domingo Domínguez»—, el  calichero sale hasta la puerta
                  acompañado por Idilio Montano. Estrechados en un fuerte abrazo, los hombres se
                  despiden para siempre. Mirándolo firmemente a los ojos, Olegario Santana le pide
                  que cuide a la niña Liria.






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