Page 144 - Santa María de las Flores Negras
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                  quiere huir, es muerto de un lanzazo en la nuca y el sombrero le queda ensartado
                  grotescamente en la lanza. Mientras Olegario Santana camina en el
                  apretujamiento tratando de  amarrarse el pañuelo en la herida del hombro, y
                  pensando que todo eso no puede ser real, un hombre joven que camina a su lado
                  se ofrece a ayudarle. Mientras le ata  el pañuelo, el hombre comienza a hablar
                  diciéndole que hay que grabarse firme en la mollera cada detalle de lo que está
                  sucediendo; estarcirlo a fuego en la memoria. Que después los mandamases van
                  a querer echar tierra sobre esta masacre horrenda, pero ahí estarán ellos
                  entonces para contársela a sus hijos y a los hijos de sus hijos, para que éstos a su
                  vez se lo transmitan a las nuevas generaciones. «Esto lo tiene que saber el mundo
                  entero, compañerito», dice conmocionado el hombre. Olegario Santana, sólo
                  porque le capta una nobleza franca en la voz, y nada más que por decir algo, le
                  pregunta cómo se llama.

                         —José Santos Elizondo —responde el hombre—. Soy miembro de la
                  Mancomunal Obrera de Caleta Buena.
                         Al llegar al recinto del Hipódromo, los soldados ordenan a todo el mundo
                  ponerse de rodillas y con las manos en la nuca, y comienzan a registrar uno a uno
                  a los huelguistas. Mientras Olegario Santana, arrodillado, espera su turno, se da
                  cuenta de que no tiene su corvo. Cuando se está diciendo que seguramente se le
                  ha caído en la trifulca de la escuela, alguien, de un manotazo, le saca su viejo
                  sombrero de pita y se lo cambia  por uno de paja. «Es  para el compañero
                  presidente», oye que le dicen. Entonces, a dos pasos de él, ve a José Brigg
                  rodeado de una decena de operarios que tratan de ocultarlo. Con una pierna
                  destrozada por la metralla, el presidente del Comité Central se está recortando los
                  grandes mostachos con un trozo de vidrio, mientras otros le cortan apuradamente
                  su melena colorina. Después le ponen  ropa de trabajo, le ciñen su ruinoso
                  sombrero y le pasan una cachimba de corcho que lo deja convertido en un
                  verdadero michicuma. Diecinueve días  después se supo que el presidente del
                  Comité Central había desembarcado en el puerto del Callao a bordo del vapor
                  Mapocho junto a otros setenta y ocho huelguistas.

                         A nadie en el hipódromo se le encontró ningún arma, salvo algunas navajas
                  de afeitar y un par de cortaplumas  con cachas de hueso —lo mismo había
                  ocurrido en la escuela: tras un prolijo registro buscando las carabinas, los rifles
                  recortados, los revólveres y los cartuchos de dinamita que los gringos habían
                  hecho creer que teníamos en nuestro  poder, apenas habían hallado un par de
                  revólveres sin señales de haber sido usados—. Después de la revisión, rodeados
                  por la caballería y la infantería, fuimos arracimados como animales frente a las
                  tribunas, mientras se asentaban frente a  nosotros las temibles baterías de
                  ametralladoras. Ahí pasamos todo el resto del día de rodillas, sin beber agua ni
                  probar bocado. Durante la noche el general hizo fusilar a varios obreros de los que
                  se sabía o sospechaba que eran dirigentes, y a algunos marinos que en la escuela
                  habían sido sorprendidos disparando al aire. Después ordenó dividirnos en tres
                  grupos: los que laborábamos en las salitreras del sur, los que pertenecíamos a las





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