Page 141 - Santa María de las Flores Negras
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                  antes de lograr salir del cerco, un lancero lo atraviesa a la altura del cuello y, José
                  Pintor, con el rostro congestionado,  desarticulado como un muñeco, cae
                  desangrándose junto a otros cadáveres tirados cerca de un puesto de frutas en
                  donde las manzanas rojas desparramadas por el suelo se confunden con la
                  sangre. Casi al mismo tiempo, alcanzando ya la esquina, uno de los confederados
                  cae herido por una bala de fusil en la espalda. Su amigo se devuelve a recogerlo,
                  y con él sobre sus espaldas corre  desesperadamente intentando atravesar por
                  entre los caballos de dos lanceros. Uno de ellos lo ve y en el momento en que
                  levanta su lanza para ensartar a los dos hombres juntos, su caballo cae fulminado
                  por una ráfaga de ametralladora. El obrero peruano,  con su amigo agonizando
                  sobre sus hombros, bañado de su sangre, logra salir a la calle Barros Arana y
                  perderse hacia abajo, en dirección al conventillo El Obrero.
                         Resbalando en los charcos de sangre humeante, pasando por encima de
                  nuestros compañeros muertos —y de los que se hacían los muertos cobijándose
                  debajo de los cadáveres para, de ese horrendo modo, salvar sus vidas—, muchos
                  de los huelguistas seguíamos tratando de escapar por las calles laterales, pero
                  éramos repelidos sin piedad por los soldados que a punta de lanza y disparos de
                  fusil nos empujaban al centro de la masacre. En un instante las ráfagas acallaron
                  su ruido infernal y todos pensamos con alivio que el horror había terminado. Pero
                  era sólo que las ametralladoras, esos terribles armatostes que la mayoría de
                  nosotros no habíamos visto ni oído jamás antes en nuestra precaria vida de
                  salitreros, esas monstruosas armas  que después supimos eran de fabricación
                  alemana, de diez cañones giratorios,  con un alcance de 2.100 yardas y una
                  cadencia de tiro de 400 cartuchos por minuto, capaces de partir a un caballo por la
                  mitad, sólo estaban cambiando de posición y ahora giraban y apuntaban sus
                  bocas de fuego a la carpa del circo repleta sobre todo de niños y mujeres que
                  comenzaron a caer desde las graderías sobre la pista de aserrín, unos encima de
                  otros, cercenados por esos cartuchos pavorosos que, por la corta distancia de tiro,
                  atravesaban de hasta a seis cristianos a  la vez antes de perforar también las
                  tablas de las casas más cercanas. En pleno fragor de la masacre, cuando el
                  remolino de la confusión nos llevaba a pasar cerca de donde estaba emplazado el
                  general, lo veíamos impávido sobre su corcel blanco, como cincelado a granito, sin
                  que le temblaran un ápice las puntas de sus mostachos retorcidos, contemplando
                  con sus fríos ojos de vidrio esa masacre despiadada, y acaso pensando que tal
                  vez la Historia lo iba a recordar en los libros póstumos como el gran vencedor de
                  «La Batalla de Iquique», como comenzarían a llamar al día siguiente, en los
                  círculos militares y de gobierno, a esa cobarde matanza de obreros indefensos.
                         En una de las pasadas frente a la carpa del circo, llevado casi en el aire por
                  el torrente de la multitud, tratando de encontrar a Gregoria Becerra que se le ha
                  vuelto a perder de vista, Olegario Santana ve al monito Bilibaldo, atado a su
                  cadenilla, chillando y saltando en torno al cadáver de la bailarina del circo. Lo ve
                  justo en el momento en que el animalito es alcanzado también por un proyectil y
                  queda tendido muerto junto a la muchacha, en una actitud de niño desvalido, con
                  su mameluco azul y su camiseta a rayas. «¡Hijos de puta!», rechina el calichero,




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