Page 140 - Santa María de las Flores Negras
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                  y luego rodar por el suelo entre el barullo de gente despavorida. Olegario Santana
                  quiere quedarse tendido ahí para siempre, olvidarse de todo y ponerse a dormir en
                  posición fetal junto al cadáver de un hombre con el vientre perforado que lo mira
                  con sus pavorosos ojos en blanco, pero comienza a ser pisoteado por la turba que
                  se arremolina enloquecida a su alrededor y trata desesperadamente de pararse
                  para no morir aplastado. En el momento en que a duras penas ha logrado ponerse
                  de rodillas, las ametralladoras comienzan a rugir de nuevo, ahora apuntando sus
                  mortíferos cañones giratorios hacia ellos, y un montón de gente cae a su lado
                  aserruchada por los proyectiles. Desde  el sitio donde yace arrodillado, como en
                  una visión de arrobo, el calichero ve caer atravesado por las balas al matrimonio
                  de la oficina Centro; ve caer a la mujer y, casi al unísono, al padre con su hijita
                  Pastoriza del Carmen apretada contra su pecho. En un gesto protector más allá de
                  lo humano, ve al hombre tratando de no soltar a la criatura de sus brazos mientras
                  va cayendo, ya muerto, a pocos metros de él. La niña queda sentada en la tierra,
                  incólume, rodeada de los brazos de su  padre. Un abuelo de sombrero de paja
                  intenta recoger a la pequeña y una ráfaga de metralla le corta el cráneo a la altura
                  de la frente como una sierra atroz y su cuerpo cae junto a los esposos saltando en
                  terribles convulsiones. Como en una pesadilla sorda, Olegario Santana se ve
                  acercando a gatas hacia donde está Pastoriza del Carmen. La niña, sentada en el
                  suelo, con la corona dorada caída hacia atrás y su capita de Virgen manchada por
                  la sangre de sus padres, no llora ni grita ni hace ninguna clase de gestos; como en
                  un ámbito propio, todo lo que hace es mirar con sus ojitos abiertos hasta el delirio
                  y una expresión de horror inconmensurable macerada en su rostro moreno.
                  Cuando en medio de la balacera ya casi está por alcanzarla, alguien le cae encima
                  aplastándole la cara contra el suelo y, desde allí, a través del tierral y la
                  reverberación de la sangre caliente,  alcanza a ver a una mujer de faldas
                  abolivianadas que recoge por los hombros a  la niña y sale con ella corriendo,
                  protegiéndola con su propio cuerpo. Cuando Olegario Santana logra levantarse del
                  todo, una oleada de gente lo alza en vilo y lo deja aplastado contra las rejas del
                  frontis de la escuela. Allí, a dos metros, está Gregoria Becerra gritándole
                  desesperada a los dos amigos de la Confederación Perú-boliviana que por amor
                  de Dios le alcancen a su hijo que se  le ha soltado de la mano por ese lado.
                  Luchando contra la fuerza del remolino humano, uno de los amigos logra rescatar
                  a Juan de Dios que se abraza de nuevo  a su madre mirándola con una muda
                  expresión de alucinado. Gregoria Becerra, que al parecer no se ha dado cuenta de
                  que ha sido herida en un brazo, y que sangra profusamente, al ver a Olegario
                  Santana, le dice a gritos, con los ojos arrasados en llanto, que no puede creer que
                  esos hijos de mala madre los estén masacrando de esa manera. «Hay que
                  escapar por este lado», grita de pronto José Pintor apareciendo a la izquierda de
                  ellos con el rostro desencajado. Olegario Santana vuelve la cabeza y, consciente
                  de lo absurdo que resulta pensarlo, se fija en que el carretero no lleva ningún
                  palito entre los dientes. En medio de la confusión y el apretujamiento, sólo los
                  amigos confederados pueden echar a correr calle abajo detrás del carretero que,
                  saltando por entre la montonera de cuerpos caídos, gritando sus más obscenos
                  improperios de carretero, trata de atravesar hacia la calle Barros Arana. Pero




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