Page 138 - Santa María de las Flores Negras
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                         Eran las tres y cuarenta y ocho minutos de la tarde del sábado 21 de
                  diciembre —el viento del mar aún no comenzaba a correr en Iquique—, cuando el
                  general Roberto Silva Renard, desde lo  alto de su cabalgadura blanca, bajó el
                  brazo dando la orden de fuego.
                         Al instante, el piquete del O'Higgins  hizo su primera descarga hacia la
                  azotea de la escuela en donde, de pie frente a la plaza, rodeados de banderas y
                  estandartes, con la actitud serena de  los que saben que luchan por algo justo,
                  permanecían unos treinta dirigentes del Comité Central. A la descarga de la
                  fusilería varios de ellos cayeron sobre el tumulto que cubría la puerta y las rejas
                  del patio exterior. Acto seguido, el general ordenó al piquete de la marinería sitiada
                  en la esquina de la calle Latorre, que disparara justamente hacia el frontis del local
                  en donde se amontonaba el grueso de los huelguistas más arrebatados y
                  bulliciosos. Era tal la confianza nuestra y la de toda la gente respecto de que el
                  ejército chileno jamás cometería el crimen de disparar sus armas sobre
                  compatriotas indefensos, que mientras los  de adelante, muchos con el cigarrillo
                  humeante en los labios, caían perforados por los tiros de los fusileros, los de más
                  atrás gritaban a voz en cuello, convencidos sinceramente de sus palabras, que no
                  había de que asustarse, hermanitos, que sólo eran balas de fogueo. Sin embargo,
                  los que vimos caer acribillados junto a  nosotros a los primeros compañeros de
                  trabajo, a los amigos de toda la vida  o a nuestros propios familiares, y que
                  espantados por la visión tratamos de  desbandarnos en oleadas hacia las calles
                  laterales, fuimos obligados por la tropa que rodeaba el lugar, a punta de lanza y
                  disparos de fusiles, a volver al centro de la plaza en donde la confusión era
                  infernal. Pero las descargas de los fusileros eran sólo el prefacio, el preludio de la
                  sinfonía terrible que las ametralladoras, con puntería fija hacia el balcón del
                  Comité Central, comenzaron a entonar  enseguida en el anfiteatro de la plaza
                  Montt. Al barrido de su martilleo tronante, otros tantos cuerpos de dirigentes
                  cayeron sobre la multitud produciendo un arremolinamiento tal que, de pronto, sin
                  tener hacia donde correr, nos vimos empujados en torrente hacia el lugar mismo
                  en donde estaban emplazados esos armatostes del demonio vomitando sus
                  sonámbulos fogonazos de muerte. Luego de una segunda barrida hacia el balcón
                  central, las ametralladoras modificaron su alza, bajaron sus bocas de fuego en




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