Page 136 - Santa María de las Flores Negras
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trabajadores y sus familias, en la calle y dentro de sus propias casas. Y eso él lo
sabe perfectamente, pues una vez, siendo un niño, junto a otros niños de su edad
se había robado uno de estos libros en la Administración de San Lorenzo. Era un
libro grande, de tapas duras y negras. Y él siempre se acordaba de dos informes
anotados en sus páginas. Dos informes que lo habían impresionado
particularmente porque hacían referencia a personas que él conocía, y que de
tanto leerlos los había aprendido de memoria. Uno era el suicidio de un
matrimonio que vivía a la vuelta de su casa y la anotación decía: «a las 8.15 horas
p.m., el Jefe del Servicio Nocturno, Juan Ortiz, encontró dos cadáveres en la calle
Sargento Aldea. Los cuerpos pertenecían a Jesús Eulogio Cortés de 37 años,
natural de Canela de Mincha y su esposa María Aurora Guerrero, de 29 años,
natural de Valparaíso. Para poner fin a sus días han utilizado dinamita, la que,
encontrándose ambos acostados, se supone que colocaron entre el estómago de
Jesús Eulogio y la espalda de la mujer, pues la explosión les destruyó a ambos las
partes indicadas». El otro era un informe similar a lo que le había ocurrido a ella en
la oficina Santa Ana. Éste tenía un título que decía: «Enamorados», y hablaba de
un hombre que él siempre veía venir a casa a consultar a su abuela sobre
cuestiones amorosas. Se trataba de un tipo bajito, vestido siempre de manera
elegante. «El carbón se hace y el cabrón nace», le oía decir a su abuela cuando el
hombre se iba. «A las 11.30 p.m. —decía el informe— se encontró en una ventana
del Hospital al individuo de nombre Pedro Américo Osorio Andrade, conversando
con la enfermera Alejandra Castillo, que es casada con el chino de la carbonería.
La susodicha enfermera se hallaba sin la toca y con la bata a medio desabrochar.
Osorio Andrade, trabaja en la maestranza y vive en la calle Lord Cochrane,
número 4».
Liria María, que lo ha oído en silencio, mordiéndose los labios murmura con
rabia que hasta los sentimientos quieren controlar estos gringos canallas. No les
basta con ser dueños del sudor de los trabajadores y amos de su tiempo. «Estos
desgraciados también quieren convertirse en dioses de sus pobres vidas
miserables», dice enronquecida.
Idilio Montano, que jamás la había oído hablar de ese modo en los siete
días y siete noches que lleva de conocerla, se da cuenta claramente que la
muchacha está forjada en la misma fragua de su madre. Y eso lo enamora aún
más.
De pronto, una gaviota blanquísima se posa en lo alto del pequeño
montículo de arena, a dos metros de ellos. Sus redondos ojillos parecen espiarlos
inquietos. Ella se la queda mirando con curiosidad. Él, risueño, dice que la gaviota
tiene el mismo modo de mirar, así de medio lado, de una pulpera bizca que
conoce en San Lorenzo. «Se llama Alamira Bellavista», dice. Ella sonríe, pero no
cree que se llame así. Y cuando ambos, tratando de acercarse a la gaviota,
haciéndole gracias con el abanico y llamándola por el nombre de Alamira, suben
gateando la pequeña duna, caen en la cuenta de que están completamente solos.
En toda la extensión de la playa no se ve un alma.
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