Page 135 - Santa María de las Flores Negras
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                  gaviotas revoloteando sobre sus cabezas se han ido haciendo más nítidos. De
                  pronto, sin saber bien a guisa de qué, Idilio Montano se incorpora, la mira a los
                  ojos y se oye diciéndole que por qué nunca le ha hablado del joven que se mató
                  de amor por ella.
                         Liria María deja de abanicarse por primera vez y le devuelve la mirada
                  sorprendida.
                         —Claro que si no quiere contarme nada lo entenderé perfectamente —se
                  apresura a decir él.

                         Ella cierra el abanico, lo deja sobre su falda y suspira hondo. Luego clava
                  su mirada en un punto del horizonte y, metiendo las manos en la arena caliente,
                  apuñándola y dejándola ir lentamente por entre los dedos, comienza a narrar
                  aquella historia que aún la sigue atormentado en sus pesadillas. Al joven lo había
                  visto por primera vez en la pulpería, una mañana en que la ayudó a llevar un saco
                  de carbón demasiado pesado para ella. Desde esa vez no había dejado de pasar
                  un solo día frente a su casa. Le dejaba papelitos escritos en la ventana diciéndole
                  que estaba enamorado de ella y citándola en diversos lugares del campamento.
                  Citas a las que, por supuesto, ella nunca fue. Hasta que una tarde de abril, en que
                  él le había dejado una esquela pidiendo verla en la plaza «a la hora en que
                  comienza a tocar el orfeón», al ver que ella ya no iría —el orfeón iba en su cuarto
                  tema—, el joven apareció en su casa con un cartucho de dinamita atado al cuello.
                  La llamó por su nombre desde la calle y cuando ella se asomó a la ventana, se
                  hizo volar en pedazos ante sus ojos horrorizados.

                         Idilio Montano, emocionado, le toma la mano. Algo le quiere decir y sólo se
                  queda mirándola en silencio. En esos momentos una bandada de gaviotas cruza
                  chillando el cielo y los ojos húmedos de Liria María.

                         Que pese a lo triste del suceso,  continúa ella, como hablando consigo
                  misma, lo malévolo había sido que después se andaba comentando en la oficina
                  que el difunto había sido su novio. Al parecer, por las noches, y sin ella saberlo, el
                  joven se iba a parar junto a la  ventana de su casa, en donde una vez fue
                  sorprendido por un sereno del campamento. Este anotó en su Libro de Vigilancia
                  que la señorita Liria María, hija de la viuda Gregoria Becerra, domiciliada en la
                  calle tal, número tanto, conversaba con su novio a través de la ventana hasta altas
                  horas de la noche. Aunque eso era mentira, ella y su madre se habían
                  impresionado ante el hecho  inadmisible de que existiese un libro de esa
                  naturaleza en la Administración. Un libro en donde todo lo que la gente hacía o
                  dejaba de hacer en el Campamento —incluso lo que decía o no decía— era
                  anotado meticulosamente.

                         Idilio Montano le dice que en todas las salitreras existe un Libro de
                  Vigilancia a través del cual se informa a los administradores de todo lo que ocurre
                  en los campamentos: las peleas, los accidentes, los robos, los suicidios, los
                  partos, las visitas, las fiestas, los enamoramientos, las bodas, los adulterios, las
                  compras fuera de la pulpería y en general el comportamiento de cada uno de los




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