Page 133 - Santa María de las Flores Negras
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El mar resplandece como una lámpara. Con gesto gracioso, Liria María se
pasea por la arena dándose aire con un abanico de motivos japoneses que le
acaba de regalar Idilio Montano. Es primera vez en su vida que posee uno y usarlo
le da una alegría casi infantil.
Al salir de la escuela habían pasado por el almacén del chino Chiang a
comprar dulces y le oyeron decir que acababa de recibir mercadería de Oriente. Y
entre finos rollos de seda pura, cajones de té aromático y delicadas piezas de
porcelana, Liria María había descubierto el abanico cuyos encajes y filigranas en
añil y oro la habían maravillado. Él se lo compró al instante con el dinero que le
quedaba del cambio de sus últimas fichas. «Total —dijo—, hoy, para bien o para
mal, se arregla la huelga y nos volvemos todos al trabajo».
La gente que hay en la playa a esas horas es casi toda de la pampa; en su
mayoría familias bolivianas, hombres y mujeres de rostros impenetrables que
habían llegado a las salitreras atravesando los fragosos pasos cordilleranos y que
jamás en su vida habían visto el océano, ni siquiera en fotografías. De modo que
desde el mismo día de su llegada a Iquique, prácticamente vivían a orillas del mar.
Pescaban, cocinaban, lavaban —algunos hasta dormían allí— fascinados por la
dimensión infinita de las aguas y el perpetuo estallido de las olas contra las rocas.
Pasado el mediodía, cuando aún no corre una pizca de viento y el sol
reverbera caliente en las aguas del mar, aparece en la playa un piquete de
policías a caballo gritando que la gente de la pampa debe reunirse de inmediato
en la escuela Santa María; que hoy se arreglará definitivamente el conflicto. «Hoy
vuelven a sus casas y a su trabajo», dicen gravosamente a través de sus bocinas,
sin desmontar de sus cabalgaduras. Y los pampinos, respetuosos y cumplidores
como siempre, comentando en voz baja la premura del llamado, comienzan a
recogerse de a poco y a marchar agrupados hacia el centro de la ciudad.
Parapetados detrás de un montículo de arena, Idilio Montano y Liria María
se van quedando solos. Cuando él se lo hace saber, ella se cubre la cara con el
abanico en un natural gesto de rubor. Pensando en la feminidad natural que irradia
el abanico, Idilio Montano le dice con ternura que da la impresión de que ella lo
hubiera usado toda la vida. Liria María, escondida detrás de las flores de loto,
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