Page 132 - Santa María de las Flores Negras
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vomitar fuego a aparatos como ésos en la guerra, señora, y le digo que pueden
matar a miles de cristianos en una pestañada». Gregoria Becerra, abrazada a su
hijo, se niega a irse. Pero mira al matrimonio de la oficina Centro con su virgencita
en los brazos y, con toda la pena del mundo asomada en sus ojos, les dice que lo
mejor para ellos es que se vayan con los que van saliendo. El hombre y la mujer
se miran un rato en silencio y dicen que ellos también se quedan. En sus miradas
brilla la misma fascinación irreal que arde en los ojos del resto de la
muchedumbre. Olegario Santana, con una expresión desorbitada, toma de las
solapas a José Pintor y le grita que obligue a Gregoria Becerra a irse. Que si
acaso están todos locos de remate. El carretero, mordisqueando nerviosamente
su palito de dientes, dice que ha estado rogando desde temprano a su vecina para
que salga de ahí, pero que no hay caso. Y que él tampoco se va, carajo. El
calichero no comprende cómo toda esa gente no puede sentir en el aire el
presagio de la muerte irremediable.
En esos momentos, convencido el general de que ya no era posible persistir
por más tiempo —«sin comprometer su prestigio y la honra de las autoridades y
de la fuerza pública, y penetrado de la necesidad de dominar la rebelión antes de
que terminara el día», como escribiría en su informe—, se decidió a tomar la
resolución final. Erguido en su cabalgadura, con el sol prendido en sus arreos
militares, tras persignarse levemente, levantó la mano para dar la orden de fuego.
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