Page 131 - Santa María de las Flores Negras
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sería una cobardía y una traición sin nombre; una cobardía y una traición que no
estamos dispuestos a cometer de ninguna manera, pues hermanitos».
A las tres de la tarde, el calor en la plaza ya era de caldera. Y la
muchedumbre, parada a pleno sol, lo soportaba estoicamente. Mientras las
mujeres se soplaban el escote y se abanicaban con sus pañuelitos minúsculos, los
hombres, con sus sombreros echados hacia atrás, nerviosos y tensos,
encendiendo un cigarrillo tras otro, no dejaban de protestar y gritar consignas. Iban
a ser las tres y cinco minutos de la tarde cuando el dirigente José Brigg y los otros
integrantes del Comité Central sugirieron a la masa el abandono de la escuela y el
retiro hacia los terrenos del Club Hípico, proponiendo con esto una actitud
conciliadora y manifestando a los obreros la esperanza de que se nos cumplieran
las promesas hechas por las autoridades. Pero los espíritus ya estaban resueltos y
la contestación negativa de la gente determinó la respuesta a la última intimidación
de la autoridad: ¡Los trabajadores en huelga éramos el pueblo soberano.
Estábamos ahí haciendo uso de nuestro derecho de hombres libres y nadie nos
iba a mover!
Esta última actitud de los huelguistas produjo mucho desagrado en el ánimo
del general. Y, de viva voz, en potente tono militar, nos intimidó por última vez a
hacer abandono de la escuela. Muchos le volvimos a contestar que preferíamos
abandonar Chile antes de volver como esclavos a la pampa. Algunos comenzaron
a gritar ¡Que viva la Argentina! ¡Que viva el Perú! ¡Que viva Bolivia! Ante tales
exclamaciones, el general perdió los estribos y tratándonos de facciosos y
antipatriotas, hizo saber que iba a emplear toda la fuerza. Después de esto, un
capitán de navío y luego un comandante, volvieron a dirigirse hacia los
huelguistas. El capitán pidió obediencia a la autoridad, pues la resolución de hacer
fuego era inquebrantable, y los obreros una vez más le respondimos que
estábamos en nuestro derecho. El comandante, acercándose más al frontis de la
escuela, nos hizo saber, persuasivamente, que se iba a abrir fuego enseguida, y
que la gente que quisiera se podía retirar hacia el lado de la calle Barros Arana.
«De ahí marcharán todos juntos y en paz hacia el hipódromo», dijo. Entonces,
entre las pifias y los insultos de la muchedumbre que les gritaban su cobardía y
falta de solidaridad, unas doscientas personas, entre ellas muchos curiosos que
no tenían nada que ver con la huelga, salieron del lugar para ubicarse en la calle
indicada.
Eran las tres y veinte minutos.
Y mientras en la incandescencia del cielo una bandada de jotes comienza a
planear en círculos, cruzando sus sombras sobre la muchedumbre, Olegario
Santana trata de convencer a Gregoria Becerra para que se una a las personas
que se retiran por el lado de la calle Barros Arana. Que él está seguro, le dice, de
que ese hijo de perra del general va a ordenar disparar contra la gente. Que lo vio
clarito en su mirada de escarcha cuando pasó junto a él en su cabalgadura, de
vuelta a su puesto de mando. «Hágalo por sus hijos», trata de persuadirla el
calichero. Y apuntando a las ametralladoras dice en tono casi de rogatoria: «Yo vi
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