Page 130 - Santa María de las Flores Negras
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                  arrogante, y se le notaba en la mirada el desprecio absoluto hacia el proletariado.
                  Nosotros —las mujeres, los hombres y los niños— con nuestro rostro bañado en
                  sudor y los ojos enrojecidos por el polvo, lo mirábamos con una mezcla de odio,
                  admiración y rubor. Los brillos de su uniforme militar y el caracolear magnífico de
                  su caballo blanco nos deslumbraban hasta el embeleso. Sin embargo, lo que más
                  admiración y asombro nos causaba era darnos cuenta de que el general no
                  transpiraba un ápice; que bajo ese sol infernal que nos quemaba a todos, él
                  parecía envuelto como en un aura helada. Frente a la puerta de la escuela, pidió
                  hablar con los cabecillas de la rebelión, como insistía en llamar a la huelga. Los
                  dirigentes descendieron desde la azotea, pero se mantuvieron detrás de las rejas
                  del patio, rodeados de una muchedumbre que no dejaba de agitar banderas y
                  pendones gremiales. El general les comunicó la orden perentoria del Intendente. Y
                  que si no obedecían, les dijo en tono duro (en el parte al Ministro del Interior dijo
                  que había rogado, implorado casi), el ejército y la marina harían uso de las armas
                  para hacer cumplir la orden. El dirigente Luis Olea, robusto y sanguíneo pintor de
                  brocha gorda, con acento respetuoso pero firme, le contestó que lo que ocurría,
                  general, era que los pampinos  siempre, durante todo el  tiempo que llevaba la
                  explotación de salitre, habíamos sido defraudados indistintamente, por
                  autoridades, patrones y capitalistas  sin escrúpulos. De modo que ahora
                  estábamos dispuestos a morir por nuestra causa si era necesario. O, en todo
                  caso, mi general, a emigrar al sur de la patria o a algún país hermano que quisiera
                  acogernos. Cualquier cosa era buena, antes que volver a la pampa sin haber
                  logrado una satisfacción a lo que pedíamos.
                         En esos momentos, mezclado a una  turba de más de cuatrocientos
                  huelguistas iquiqueños que irrumpen en la plaza avivando a los pampinos, llega
                  Olegario Santana acezante y bañado en transpiración. El hecho de que las tropas
                  los hubieran dejado pasar el cerco tan fácilmente, le hace arrugar el entrecejo. Los
                  soldados estaban dejando entrar al que quisiera, pero no dejaban salir a nadie.
                  «Están convirtiendo esto en una ratonera», piensa preocupado el calichero. Tras
                  varios minutos de buscar afanosamente a sus amigos, abriéndose paso a
                  empujones, los encuentra al fin entre el gentío que se amontona a la entrada de la
                  escuela. Junto a Gregoria Becerra y  a su hijo Juan de Dios, que la abraza
                  fuertemente por la cintura, está el carretero José Pintor y el matrimonio de la
                  oficina Centro con su hija Pastoriza del Carmen en brazos. La capita de Virgen de
                  la niña no flamea a ningún viento y su corona de papel dorado parece arder a los
                  rayos del sol. Los amigos se hallan  entre un grupo de huelguistas bolivianos y
                  peruanos que están parlamentado con los cónsules de sus respectivos países.
                  Entre ellos se encuentran los dos amigos de la Confederación. Cada uno de los
                  cónsules, empleando toda su verba de diplomáticos, tratan de disuadir a sus
                  connacionales para que salgan da la escuela, indicándoles que ellos saben
                  fehacientemente que la tropa hará fuego tirando a matar, y sin hacer distinción de
                  nacionalidades. Pero sus coterráneos  se emperran en quedarse. «Nosotros —
                  dicen impetuosos y excitados— hemos acompañado voluntariamente a los
                  hermanos chilenos en esta larga jornada de paz y justicia, y abandonarlos ahora




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