Page 128 - Santa María de las Flores Negras
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                         A esa misma hora, en el prostíbulo de Yolanda, Olegario Santana acaba de
                  almorzar sentado en la cama, desnudo y servido por la meretriz de los ojos
                  amarillos. En esos momentos ella ha ido a la despensa en busca de una botella de
                  vino y él está solo en el cuarto. Sintiendo aún los efluvios de la borrachera, el
                  calichero mira los cuadros de marcos descascarados, los adornos de yeso y los
                  pañitos primorosamente almidonados de la pieza miserable. Al despertar, media
                  hora atrás y verse completamente desnudo en ese catre de fierro forjado, le había
                  comentado a la prostituta sobre el largo tiempo que llevaba sin dormir como la
                  gente: sin ropa, en una cama blanda y con una mujer a su lado. Ahora, tendido de
                  espaldas y con las manos entrelazadas en  la nuca, mientras aspira el olor a
                  sahumerio que inunda el ámbito de la pieza y compara la cama de cobertor rojo
                  con su cama de galgos, Yolanda irrumpe agitadísima con la noticia de que los
                  soldados tienen a los pampinos acorralados en la escuela y que la gente anda
                  diciendo que los van a matar a todos como a perros. Olegario Santana se levanta
                  de un salto y, atarantadamente, balbuciendo improperios contra sí mismo,
                  comienza a vestirse ayudado por la prostituta que le va diciendo que se calme un
                  poquito, pues, cariño, que tal vez no es para tanto, que ese calcetín está al revés,
                  papacito, y que es mejor que salga por la puerta de atrás para que la cabrona no
                  lo vea, pues ella no sabe que él se quedó a dormir, y si lo ve después le va a
                  preguntar a ella si le cobró o no le cobró y cuánto le cobró, y la va a jorobar todo el
                  santo día, pues la chola enana, por si mi pichoncito no lo sabe, ahí como la ve, tan
                  carantoñera con los clientes, tiene una fama de piedra azul como él no se imagina,
                  y déjeme que yo le ponga la camisa, cielito. Olegario Santana, en medio de su
                  nerviosismo, y mientras se pone los zapatos saltando en un pie, le ofrece pagarle
                  lo que ella le cobre, que en eso no hay problema. Pero Yolanda le dice que no sea
                  tontito el pampino carita de jote, que se guarde nomás sus fichas de lata, y luego
                  de hacerle las rosas en los cordones de los zapatos lo abraza y lo besa en la boca
                  y le pide que se cuide, mi cielo, que no le vayan a meter una bala en el corazón
                  esos milicos del carajo, y que la venga a ver cuando quiera. Olegario Santana
                  responde el beso a medias y repitiendo sí, sí a todo lo que ella le sigue diciendo,
                  termina de ponerse su paletó negro en el pasillo y sale a la calle por la pequeña
                  puerta azul del patio.

                         Al llegar los soldados a la esquina de la plaza Montt, vimos que traían
                  arreando a centenares de personas; vimos que venían armados hasta los dientes;
                  vimos que arrastraban dos ametralladoras con ruedas y, a la cabeza de la tropa,
                  con la mirada y la apostura póstuma de los héroes de los monumentos ecuestres,
                  vimos al general Roberto Silva Renart montado en su caballo blanco. Al primer
                  vistazo a la escuela Santa María, cuyo edificio ocupaba toda una manzana, el
                  general —según escribió después en el parte—, calculó que habían unas diez mil
                  personas por todas. Pero en honor a la verdad éramos cerca de catorce mil las
                  almas apretujadas y horneándose bajo el sol abrasador. Lo primero que hizo el
                  general fue ordenar que se rodeara la escuela por los cuatro costados. Luego,
                  haciendo embestir a la caballería sobre  la gente reunida en la plaza, tomó
                  posesión de ella y se apostó en su  centro, rodeado de su Estado Mayor.




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