Page 127 - Santa María de las Flores Negras
P. 127
HTTP://BIBLIOTECA.D2G.COM
de temor y fascinación, pero con el ánimo exaltado y dispuesto al sacrificio más
extremo. Ya estaba bueno de tanta jodienda, carajo, repetíamos, aglomerados en
el patio exterior y en la entrada principal del recinto, totalmente cubierta de gente.
Aparte de los casi dos mil obreros más disgregados por la plaza Montt aguardando
a las tropas, había una muchedumbre impresionante encaramada sobre las rejas,
sobre los techos, sobre el altillo y sobre cualquier cosa que sirviera de atalaya
para ver mejor. La misma carpa del circo Sobarán se veía copada hasta el
desborde de gente, en su mayoría mujeres y niños de caritas asustadas
asomando por entre las polleras de sus madres. Los miembros del Comité Central
se hallaban instalados en el balcón de la azotea, de frente a la plaza, rodeados de
banderas patrias y estandartes de los gremios en huelga, de la pampa y de
Iquique. El calor era acérrimo. El sol parecía de plomo derretido, en el aire no
corría una hilacha de brisa y el polvo ardiente levantado por los pies del gentío
hacía picar los ojos y resecaba las gargantas hasta la carraspera. Y en tanto los
últimos huelguistas dispersos por la ciudad confluían en la plaza por las cuatro
bocacalles, como había ordenado el bando de la Intendencia, y centenares de
ciudadanos iquiqueños comenzaban también a congregarse en las inmediaciones
para ver qué iba a pasar con los obreros pampinos, y por los costados de la plaza
las vendedoras, en su mayoría viejas mujeres bolivianas, hacían su agosto
ofreciendo sus bebidas de colores refrescadas con barras de hielo envueltas en
sacos de gangocho, en medio del fragor de la multitud, entre toques de corneta y
vivas a la huelga, se alcanzaba a oír al poeta Rosario Calderón recitando: «... hoy
por hambre acosado I esta región abandono I me voy sin fuerza ni abono I viejo,
pobre y explotado I dejo el trabajo pesado I del combo, chuzo y la lampa I y esa
maldita rampa I donde caí deshojada I soy la flor negra y callada I que nace y
muere en la pampa...». Su voz lastimera era apagada de pronto por retazos de
discursos y arengas de oradores improvisados que se sucedían sin cesar,
recalcando todos ellos la miserable situación económica y las degradantes
condiciones de vida de los trabajadores pampinos. Que las peticiones de los
trabajadores —gritaban a desgañitarse mientras se secaban el sudor con sus
pañuelos arrugados—, tanto de Iquique como de la pampa salitrera, eran justas y
razonables, y que ahora dependía de las autoridades y, sobre todo, de los
industriales atender dichas peticiones en forma ecuánime y satisfactoria. Y a
medida que avanzaban lentamente los minutos, la aglomeración, el ronco
abejorreo de la muchedumbre y el polvo salitroso flotando junto al humo de los
miles de cigarrillos encendidos, hacían que la temperatura y la tensión del
ambiente fueran en aumento. A las dos y cuarenta y cinco minutos de la tarde,
cuando ya no podíamos soportar más el calor y la incertidumbre, los huelguistas
encaramados sobre las rejas, sobre los postes y sobre el altillo de la escuela, y
toda esa muchedumbre impresionante que se había trepado a los techos de sus
propias casas, empezaron a gritar como desaforados que ahí vienen, carajo. Que
son más de mil. Que ahí cerquita, subiendo por la calle Latorre, vienen avanzando
las tropas, hermanitos, por la chupalla.
127