Page 125 - Santa María de las Flores Negras
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                  sentirse sola y desamparada  en el mundo. Le parece increíble, pero, ahora, en
                  estos momentos de peligro, siente que quién  le hace falta a su lado no es su
                  esposo, a quien Dios tenga en su Santo Reino, sino ese rudo hombre taciturno. No
                  entiende muy bien por qué miércoles se ha  acostumbrado tanto a su presencia
                  hosca, a sus palabras parcas, a su imperecedero paletó negro. De sólo pensar
                  que tal vez fue demasiada dura con él, que pudo haberlo herido en su orgullo de
                  hombre, la mortifica, la pone ansiosa. Y es que, en verdad ese calichera retraído y
                  de modales ásperos, la hace sentir por dentro algo que no sentía desde que su
                  marido estaba vivo.

                         Su hija Liria María la devuelve a la realidad. Mimosamente le dice que el día
                  está relindo para visitar la playa; si acaso le da permiso para ir con el joven Idilio.
                  Ella se la queda mirando espantada. Y cuando, alzando las manos al cielo, está
                  por decirle que si acaso está mala de la cabeza, la niñita; que si no sabe lo que
                  significa el estado de sitio, Liria María se adelanta y le dice que no hay de qué
                  preocuparse, mamacita, que ella está segura de que no ocurrirá nada malo, pues
                  hace un ratito nomás había entrado un grupo de soldados jóvenes a la escuela a
                  buscar las cocinas de los regimientos y que al preguntarles ella que por qué se las
                  llevaban, uno de los ellos, el más joven de todos, levantándose la visera de su
                  gorra militar y mirándola sonriente, le había respondido que porque hoy se arregla
                  todo, pues, mi niña linda, y por la tarde ya todos ustedes estarán de regreso en la
                  pampa.
                         Gregoria Becerra primero se enternece de tanta inocencia. Luego,
                  iluminada de súbito, piensa que en verdad no es mala idea sacar a su hija de allí.
                  Por lo menos a ella. Porque de su hijo menor no se desprendería por nada del
                  mundo. Entonces manda a Liria María  a que le vaya a buscar el pañuelo de
                  cabeza que se le quedó en la sala, y aprovecha de hablar con Idilio Montano. Con
                  voz grave, le dice que lleve a Liria María a la playa y que no vuelvan hasta que
                  haya pasado todo. Que si los soldados disparan y algo le ocurriera a ella, deja a
                  su querida hija en sus manos. Que confía plenamente en él. Pues en estos días
                  ha aprendido a estimarlo y siente en su corazón que él la sabrá querer y cuidar
                  como un hombre de ley. Luego, con los ojos humedecidos, lo abraza fuertemente.
                         —Nunca se arrepentirá de quererla, joven Idilio —le dice—. Ella nació en
                  Talca, y las talquinas son muy buenas esposas.






















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