Page 123 - Santa María de las Flores Negras
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publicado, en pago, parece, de las atenciones que los operarios en general han
demostrado a V.S. y del orden y compostura que ese pueblo, que hoy se provoca,
ha observado hasta hoy con sumo agrado de Chile entero, y no es posible
desviarnos de esta senda.
Sírvase V.S. tomar en cuenta nuestras razones y ordenar lo que estime
conveniente, insinuando este Comité el práctico camino de notas, o en su defecto,
lo ya dicho, por medio de comisiones, teniendo V.S. la seguridad de que a tal
efecto nosotros hoy como siempre, daremos las más amplias facilidades. Dios
guarde a V.S».
Firmaban José Brigg, como presidente y M. Rodríguez B., como secretario.
A la hora del almuerzo, en los patios de la Escuela Santa María, los
trabajadores pampinos, revolucionados por los últimos acontecimientos, nos
movíamos y discutíamos entre nosotros en un estado de máxima tensión. Todos
presentíamos que con la declaración del estado de sitio el fin de la huelga se
hacía inminente. Completamente abatidos, sentíamos muertas todas las
esperanzas. Si era cosa de ver lo contento que se veían los gringos en sus
salones sociales —en contraste con el mutismo de los pocos partidarios de un
avenimiento tranquilo— para darse cuenta de cómo iban a terminar las cosas.
A la entrada del patio de la escuela, en el grupo de huelguistas donde
conversan Gregoria Becerra, José Pintor y Domingo Domínguez, se comenta con
excitación el inusitado movimiento de tropas que hay a esas horas en las calles.
Se ha sabido que por la mañana ha desembarcado la marinería armada desde los
tres cruceros al ancla en el puerto, y que de la guarnición del «Esmeralda» se han
bajado a tierra dos de sus ametralladoras. Para terminar el cuadro, la policía de
Iquique, provista de lanzas, recorre las calles empujando a todos los huelguistas
pampinos que encuentran a su paso hacia la escuela Santa María, que es el lugar
de concentración indicado por el decreto. Los amigos coinciden en que el tono y la
actitud de las patrullas —que disuelven a los grupos de trabajadores, incluso de
menor número autorizado por el bando—, es la prueba fehaciente respecto a
cómo se piensa poner fin a la huelga. Gregoria Becerra los mira con cara de pocos
amigos.
—Están igual de pesimistas que el caballero don Olegario —les dice. Y
luego se queda pensativa.
Al levantarse por la mañana no había visto a Olegario Santana durmiendo
junto a sus amigos —a los que oyó llegar de madrugada—, y contra su voluntad,
se había preocupado más de lo normal. Después, cuando los primeros obreros
aparecieron a la escuela leyendo el diario en voz alta, enterando a todo el mundo
sobre el estado de sitio, olvidándose por completo de su enojo, había ido corriendo
a despertar a los hombres para contarles. Y, esta vez, al ver que Olegario Santana
aún no llegaba, había estado a punto de preguntarles por él, pero se contuvo. De
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