Page 124 - Santa María de las Flores Negras
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                  modo que ahora, aprovechando la  coyuntura, no lo piensa más y les larga la
                  pregunta directamente:

                         —Y a propósito ¿en dónde dejaron a su amigo, que no se ve por ningún
                  lado?
                         José Pintor y Domingo Domínguez se miran confundidos ¿Serán capaces
                  de decirle que el calichero se quedó  a dormir en una casa de putas? Cuando
                  están a punto de contestar cualquier cosa, los viene a salvar la acotación de una
                  matrona de la oficina Esmeralda, arranchada con ellos en la sala, y que en esos
                  momentos está ayudando a barrer el patio.
                         —Mucha gente ha comenzado a pedir que las embarquen de vuelta hacia el
                  sur —dice la mujer, sin dejar de tirar escobazos—. Incluso se habla de pedir
                  tierras para colonizarlas.
                         Un obrero de la oficina La Palma mete su cuchara para decir que en todo
                  Iquique se anda comentando que los ingleses ya le han ganado el ánimo al
                  Intendente. Que éste está resuelto a usar la fuerza para obligar a los huelguistas a
                  volver a la pampa sin concederles un ápice de lo que piden. Y eso de enviar de
                  vuelta al sur a los que se quisieran ir, ni soñarlo, porque para ellos sería como
                  dejar sin castigo una rebeldía. Y ni las autoridades ni los señores industriales
                  estaban dispuestos a permitirlo. Sobre todo estos últimos, pues para ellos era un
                  deber ineludible doblegar a los amotinados, hacerlos entender que los patrones
                  son ellos, y que como tales cuentan con todos los medios disponibles para
                  hacerse obedecer de sus trabajadores.
                         —¡Mister  Eastman se pasó al partido inglés!», comentan decepcionados,
                  algunos de los que habían creído de buena fe en las primeras palabras del
                  Intendente.
                         En esos momentos, tomados de la  mano, llegan Idilio Montano y Liria
                  María. El volantinero cuenta que la gente de la casa donde les prestan el baño se
                  halla sumamente alarmada con lo que  está pasando, lo mismo que todas las
                  familias de las viviendas circundantes. Temerosas de que los soldados se larguen
                  a disparar, dice que han empezado a arrimar toda clase de trastos de fierro contra
                  las paredes, cualquier cosa que pueda servir para detener las balas. Que como el
                  edificio de la escuela es de madera, dicen que los proyectiles atravesarían las
                  paredes limpiamente llegando hasta sus propias casas que en su mayoría también
                  son de tablas.
                         Gregoria Becerra va a decir que no hay de qué preocuparse, que los
                  soldados no van a disparar contra sus propios paisanos, más aún habiendo
                  mujeres y niños de por medio, pero se acuerda de lo que habló la otra noche con
                  Olegario Santana, y se muerde la lengua. El calichero le planteó sus dudas sobre
                  el proceder de los militares chilenos. «Yo conozco bien a los soldados», había
                  dicho don Olegario. Y al acordarse nuevamente de él, Gregoria Becerra vuelve a
                  inquietarse por lo que pudo haberle ocurrido. Y tal vez por su culpa. En verdad,
                  aunque hasta ahora no ha querido admitirlo, ella hace rato que ha comenzado a



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