Page 99 - 1984
P. 99

violentamente, ese olor que se difundía misteriosamente por una calle llena de
               gente y que desaparecía al instante.

                   —Es café —murmuró Winston—; café de verdad.

                   —Es café del Partido Interior. ¡Un kilo! —dijo Julia.

                   —¿Cómo te las arreglaste para conseguir todo esto?

                   —Son provisiones del Partido Interior. Esos cerdos no se privan de nada.
               Pero,  claro  está,  los  camareros,  las  criadas  y  la  gente  que  los  rodea  cogen

               cosas de vez en cuando. Y... mira: también te traigo un paquetito de té.

                   Winston  se  había  sentado  junto  a  ella  en  el  suelo.  Abrió  un  pico  del
               paquete y lo olió.

                   —Es té auténtico.

                   —Últimamente ha habido mucho té. Han conquistado la India o algo así —
               dijo  Julia  vagamente—.  Pero  escucha,  querido:  quiero  que  te  vuelvas  de
               espalda unos minutos. Siéntate en el lado de allá de la cama. No te acerques

               demasiado a la ventana. Y no te vuelvas hasta que te lo diga.

                   Winston  la  obedeció  y  se  puso  a  mirar  abstraído  por  los  visillos  de
               muselina. Abajo en el patio la mujer de los rojos antebrazos seguía yendo y
               viniendo entre el lavadero y el tendedero. Se quitó dos pinzas más de la boca y
               cantó con mucho sentimiento:

                   Dicen que el tiempo lo cura todo,

                   dicen que siempre se olvida,

                   pero las sonrisas y lágrimas


                   a lo largo de los años

                   me retuercen el corazón.

                   Por lo visto se sabía la canción de memoria. Su voz subía a la habitación
               en el cálido aire estival, bastante armoniosa y cargada de una especie de feliz
               melancolía. Se tenía la sensación de que esa mujer habría sido perfectamente
               feliz  si  la  tarde  de  junio  no  hubiera  terminado  nunca  y  la  ropa  lavada  para
               tender no se hubiera agotado; le habría gustado estarse allí mil años tendiendo

               pañales y cantando tonterías. Le parecía muy curioso a Winston no haber oído
               nunca  a  un  miembro  del  Partido  cantando  espontáneamente  y  en  soledad.
               Habría  parecido  una  herejía  política,  una  excentricidad  peligrosa,  algo  así
               como hablar consigo mismo. Quizá la gente sólo cantara cuando estuviera a
               punto de morirse de hambre.

                   —Ya puedes volverte —dijo Julia.
   94   95   96   97   98   99   100   101   102   103   104