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violentamente, ese olor que se difundía misteriosamente por una calle llena de
gente y que desaparecía al instante.
—Es café —murmuró Winston—; café de verdad.
—Es café del Partido Interior. ¡Un kilo! —dijo Julia.
—¿Cómo te las arreglaste para conseguir todo esto?
—Son provisiones del Partido Interior. Esos cerdos no se privan de nada.
Pero, claro está, los camareros, las criadas y la gente que los rodea cogen
cosas de vez en cuando. Y... mira: también te traigo un paquetito de té.
Winston se había sentado junto a ella en el suelo. Abrió un pico del
paquete y lo olió.
—Es té auténtico.
—Últimamente ha habido mucho té. Han conquistado la India o algo así —
dijo Julia vagamente—. Pero escucha, querido: quiero que te vuelvas de
espalda unos minutos. Siéntate en el lado de allá de la cama. No te acerques
demasiado a la ventana. Y no te vuelvas hasta que te lo diga.
Winston la obedeció y se puso a mirar abstraído por los visillos de
muselina. Abajo en el patio la mujer de los rojos antebrazos seguía yendo y
viniendo entre el lavadero y el tendedero. Se quitó dos pinzas más de la boca y
cantó con mucho sentimiento:
Dicen que el tiempo lo cura todo,
dicen que siempre se olvida,
pero las sonrisas y lágrimas
a lo largo de los años
me retuercen el corazón.
Por lo visto se sabía la canción de memoria. Su voz subía a la habitación
en el cálido aire estival, bastante armoniosa y cargada de una especie de feliz
melancolía. Se tenía la sensación de que esa mujer habría sido perfectamente
feliz si la tarde de junio no hubiera terminado nunca y la ropa lavada para
tender no se hubiera agotado; le habría gustado estarse allí mil años tendiendo
pañales y cantando tonterías. Le parecía muy curioso a Winston no haber oído
nunca a un miembro del Partido cantando espontáneamente y en soledad.
Habría parecido una herejía política, una excentricidad peligrosa, algo así
como hablar consigo mismo. Quizá la gente sólo cantara cuando estuviera a
punto de morirse de hambre.
—Ya puedes volverte —dijo Julia.