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un codo para mirar a la estufa de petróleo.
—La mitad del agua se ha evaporado —dijo—. Voy a levantarme y a
preparar más agua en un momento. Tenemos una hora. ¿Cuándo cortan las
luces en tu casa?
—A las veintitrés treinta.
—Donde yo vivo apagan a las veintitrés en punto. Pero hay que entrar
antes porque... ¡Fuera de aquí, asquerosa!
Julia empezó a retorcerse en la cama, logró coger un zapato del suelo y lo
tiró a un rincón, igual que Winston la había visto arrojar su diccionario a la
cara de Goldstein aquella mañana durante los Dos Minutos de Odio.
—¿Qué era eso? —le preguntó Winston, sorprendido.
—Una rata. La vi asomarse por ahí. Se metió por un boquete que hay en
aquella pared. De todos modos le he dado un buen susto.
—¡Ratas! —murmuró Winston—. ¿Hay ratas en esta habitación?
—Todo está lleno de ratas —dijo ella en tono indiferente mientras volvía a
tumbarse—. Las tenemos hasta en la cocina de nuestro hotel. Hay partes de
Londres en que se encuentran por todos lados. ¿Sabes que atacan a los niños?
Sí; en algunas calles de los proles las mujeres no se atreven a dejar a sus hijos
solos ni dos minutos. Las más peligrosas son las grandes y oscuras. Y lo más
horrible es que siempre...
—¡No sigas, por favor! —dijo Winston—, cerrando los ojos con fuerza.
—¡Querido, te has puesto palidísimo! ¿Qué te pasa? ¿Te dan asco?
—¡Una rata! ¡Lo más horrible del mundo!
Ella lo tranquilizó con el calor de su cuerpo. Winston no abrió los ojos
durante un buen rato. Le había parecido volver a hallarse de lleno en una
pesadilla que se le presentaba con frecuencia. Siempre era poco más o menos
igual. Se hallaba frente a un muro tenebroso y del otro lado de este muro había
algo capaz de enloquecer al más valiente. Algo infinitamente espantoso. En el
sueño sentíase siempre decepcionado porque sabía perfectamente lo que
ocurría detrás del muro de tinieblas. Con un esfuerzo mortal, como si se
arrancara un trozo de su cerebro, conseguía siempre despertarse sin llegar a
descubrir de qué se trataba concretamente, pero él sabía que era algo
relacionado con lo que Julia había estado diciendo y sobre todo con lo que iba
a decirle cuando la interrumpió.
—Lo siento —dijo—; no es nada. Lo que ocurre es que no puedo soportar
las ratas.