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Era  como  las  dos  mitades  de  una  contraseña.  Pero  tenía  que  haber  otro
               verso después de «las campanas de Old Bailey». Quizá el señor Charrington
               acabaría acordándose de este final.

                   —¿Quién te lo enseñó? —dijo Winston.

                   —Mi  abuelo.  Solía  cantármelo  cuando  yo  era  niña.  Lo  vaporizaron
               teniendo  yo  unos  ocho  años...  No  estoy  segura,  pero  lo  cierto  es  que

               desapareció. Lo que no sé, y me lo he preguntado muchas veces, es qué sería
               un limón —añadió—. He visto naranjas. Es una especie de fruta redonda y
               amarillenta con una cáscara muy fina.

                   —Yo recuerdo los limones —dijo Winston—. Eran muy frecuentes en los
               años cincuenta y tantos. Eran unas frutas tan agrias que rechinaban los dientes
               sólo de olerlas.

                   —Estoy segura de que detrás de ese cuadro hay chinches —dijo Julia—.
               Lo descolgaré cualquier día para limpiarlo bien. Creo que ya es hora de que

               nos vayamos. ¡Qué fastidio, ahora tengo que quitarme esta pintura! Empezaré
               por mí y luego te limpiaré a ti la cara.

                   Winston  permaneció  unos  minutos  más  en  la  cama.  Oscurecía  en  la
               habitación. Volvióse hacia la ventana y fijó la vista en el pisapapeles de cristal.
               Lo  que  le  interesaba  inagotablemente  no  era  el  pedacito  de  coral,  sino  el
               interior  del  cristal  mismo.  Tenía  tanta  profundidad,  y  sin  embargo  era

               transparente,  como  hecho  con  aire.  Como  si  la  superficie  cristalina  hubiera
               sido  la  cubierta  del  cielo  que  encerrase  un  diminuto  mundo  con  toda  su
               atmósfera.

                   Tenía Winston la sensación de que podría penetrar en ese mundo cerrado,
               que ya estaba dentro de él con la cama de caoba y la mesa rota y el reloj y el
               grabado  e  incluso  con  el  mismo  pisapapeles.  Sí,  el  pisapapeles  era  la
               habitación en que se hallaba Winston, y el coral era la vida de Julia y la suya

               clavadas eternamente en el corazón del cristal.






                                                    CAPÍTULO V



                   Syme había desaparecido. Una mañana no acudió al trabajo: unos cuantos
               indiferentes comentaron su ausencia, pero al día siguiente nadie habló de él.
               Al tercer día entró Winston en el vestíbulo del Departamento de Registro para

               mirar  el  tablón  de  anuncios.  Uno  de  éstos  era  una  lista  impresa  con  los
               miembros del Comité de Ajedrez, al que Syme había pertenecido. La lista era
               idéntica a la de antes —nada había sido tachado en ella—, pero contenía un
               nombre menos. Bastaba con eso. Syme había dejado de existir. Es más, nunca
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