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—No te preocupes, querido. Aquí no entrarán porque voy a tapar ese
agujero con tela de saco antes de que nos vayamos. Y la próxima vez que
vengamos traeré un poco de yeso y lo taparemos definitivamente.
Ya había olvidado Winston aquellos instantes de pánico. Un poco
avergonzado de sí mismo sentóse a la cabecera de la cama. Julia se levantó, se
puso el «mono» e hizo el café. El aroma resultaba tan delicioso y fuerte que
tuvieron que cerrar la ventana para no alarmar a la vecindad. Pero mejor aún
que el sabor del café era la calidad que le daba el azúcar, una finura sedosa que
Winston casi había olvidado después de tantos años de sacarina. Con una
mano en un bolsillo y un pedazo de pan con mermelada en la otra se paseaba
Julia por la habitación mirando con indiferencia la estantería de libros,
pensando en la mejor manera de arreglar la mesa, dejándose caer en el viejo
sillón para ver sí era cómodo y examinando el absurdo reloj de las doce horas
con aire divertido y tolerante. Cogió el pisapapeles de cristal y se lo llevó a la
cama, donde se sentó para examinarlo con tranquilidad. Winston se lo quitó de
las manos, fascinado, como siempre, por el aspecto suave, resbaloso, de agua
de lluvia que tenía aquel cristal.
—¿Qué crees tú que será esto? —dijo Julia.
—No creo que sea nada particular... Es decir, no creo que haya servido
nunca para nada concreto. Eso es lo que me gusta precisamente de este objeto.
Es un pedacito de historia que se han olvidado de cambiar; un mensaje que nos
llega de hace un siglo y que nos diría muchas cosas si supiéramos leerlo.
—¿Y aquel cuadro —señaló Julia— también tendrá cien años?
—Más, seguramente doscientos. Es imposible saberlo con seguridad. En
realidad hoy no se sabe la edad de nada.
Julia se acercó a la pared de enfrente para examinar con detenimiento el
grabado. Dijo:
—¿Qué sitio es éste? Estoy segura de haber estado aquí alguna vez.
—Es una iglesia o, por lo menos, solía serlo. Se llamaba San Clemente. —
La incompleta canción que el señor Charrington le había enseñado volvió a
sonar en la cabeza de Winston, que murmuró con nostalgia: Naranjas y
limones, dicen las campanas de San Clemente.
Y se quedó estupefacto al oír a Julia continuar:
Me debes tres peniques, dicen las campanas de San Martín. ¿Cuándo me
pagarás?, dicen las campanas de Old Bailey...
—No puedo recordar cómo sigue. Pero sé que termina así. Aquí tienes una
vela para alumbrarte cuando te acuestes. Aquí tienes un hacha para cortarte la
cabeza.