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colcha raquítica. El antiguo reloj, en cuya esfera se marcaban las doce horas,
               seguía con su tic-tac sobre la repisa de la chimenea. En un rincón, sobre la
               mesita,  el  pisapapeles  de  cristal  que  había  comprado  en  su  visita  anterior
               brillaba suavemente en la semioscuridad.

                   En el hogar de la chimenea había una desvencijada estufa de petróleo, una
               sartén y dos copas, todo ello proporcionado por el señor Charrington. Winston
               puso  un  poco  de  agua  a  hervir.  Había  traído  un  sobre  lleno  de  café  de  la

               Victoria y algunas pastillas de sacarina. Las manecillas del reloj marcaban las
               siete y veinte; pero en realidad eran las diecinueve veinte.

                   Julia llegaría a las diecinueve treinta.

                   El corazón le decía a Winston que todo esto era una locura; sí, una locura
               consciente y suicida. De todos los crímenes que un miembro del Partido podía
               cometer, éste era el de más imposible ocultación. La idea había flotado en su

               cabeza  en  forma  de  una  visión  del  pisapapeles  de  cristal  reflejado  en  la
               brillante  superficie  de  la  mesita.  Como  él  lo  había  previsto,  el  señor
               Charrington  no  opuso  ninguna  dificultad  para  alquilarle  la  habitación.  Se
               alegraba, por lo visto, de los dólares que aquello le proporcionaría. Tampoco
               parecía  ofenderse,  ni  inclinado  a  hacer  preguntas  indiscretas  al  quedar  bien
               claro que Winston deseaba la habitación para un asunto amoroso. Al contrario,
               se mantenía siempre a una discreta distancia y con un aire tan delicado que

               daba la impresión de haberse hecho invisible en parte. Decía que la intimidad
               era  una  cosa  de  valor  inapreciable.  Que  todo  el  mundo  necesitaba  un  sitio
               donde poder estar solo de vez en cuando. Y una vez que lo hubiera logrado,
               era de elemental cortesía, en cualquier otra persona que conociera este refugio,
               no  contárselo  a  nadie.  Y  para  subrayar  en  la  práctica  su  teoría,  casi

               desaparecía, añadiendo que la casa tenía dos entradas, una de las cuales daba
               al patio trasero que tenía una salida a un callejón.

                   Alguien  cantaba  bajó  la  ventana.  Winston  se  asomó  por  detrás  de  los
               visillos.  El  sol  de  junio  estaba  aún  muy  alto  y  en  el  patio  central  una
               monstruosa mujer sólida como una columna normanda, con antebrazos de un
               color  moreno  rojizo,  y  un  delantal  atado  a  la  cintura,  iba  y  venía
               continuamente desde el barreño donde tenía la ropa lavada hasta el fregadero,

               colgando  cada  vez  unos  pañitos  cuadrados  que  Winston  reconoció  como
               pañales.  Cuando  la  boca  de  la  mujer  no  estaba  impedida  por  pinzas  para
               tender, cantaba con poderosa voz de contralto:

                   Era sólo una ilusión sin esperanza

                   Que pasó como un día de abril,

                   pero aquella mirada, aquella palabra

                   y los ensueños que despertaron
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