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que no despertaba su deseo, sino su afecto. Una honda ternura, que no había
               sentido  hasta  entonces  por  ella,  se  apoderó  súbitamente  de  él.  Le  hubiera
               gustado  en  aquel  momento  llevar  ya  diez  años  casado  con  Julia.  Deseaba
               intensamente  poderse  pasear  con  ella  por  las  calles,  pero  no  como  ahora  lo
               hacía,  sino  abiertamente,  sin  miedo  alguno,  hablando  trivialidades  y
               comprando los pequeños objetos necesarios para la casa. Deseaba sobre todo

               vivir con ella en un sitio tranquilo sin sentirse obligado a acostarse cada vez
               que conseguían reunirse. No fue en aquella ocasión precisamente, sino al día
               siguiente,  cuando  se  le  ocurrió  la  idea  de  alquilar  la  habitación  del  señor
               Charrington.  Cuando  se  lo  propuso  a  Julia,  ésta  aceptó  inmediatamente.
               Ambos sabían que era una locura. Era como si avanzaran a propósito hacia sus
               tumbas. Mientras la esperaba sentado al borde de la cama volvió a pensar en
               los sótanos del Ministerio del Amor. Era notable cómo entraba y salía en la

               conciencia  de  todos  aquel  predestinado  horror.  Allí  estaba,  clavado  en  el
               futuro, precediendo a la muerte con tanta inevitabilidad como el 99 precede al
               100. No  se  podía  evitar,  pero  quizá  se  pudiera  aplazar.  Y  sin  embargo,  de
               cuando en cuando, por un consciente acto de voluntad se decidía uno a acortar
               el intervalo, a precipitar la llegada de la tragedia.

                   En este momento sintió Winston unos pasos rápidos en la escalera. Julia

               irrumpió en la habitación. Llevaba una bolsa de lona oscura y basta como la
               que solía llevar al Ministerio. Winston le tendió los brazos, pero ella apartóse
               nerviosa, en parte porque le estorbaba la bolsa llena de herramientas.

                   —Un momento —dijo—. Deja que te enseñe lo que traigo. ¿Trajiste ese
               asqueroso café de la Victoria? Ya me lo figuré. Puedes tirarlo porque no lo
               necesitaremos. Mira.


                   Se  arrodilló,  tiró  al  suelo  la  bolsa  abierta  y  de  ella  salieron  varias
               herramientas, entre ellas un destornillador, pero debajo venían varios paquetes
               de papel. El primero que cogió Winston le produjo una sensación familiar y a
               la vez extraña. Estaba lleno de algo arenoso, pesado, que cedía donde quiera
               que se le tocaba.

                   —No será azúcar, ¿verdad? dijo, asombrado.

                   —Azúcar de verdad. No sacarina, sino verdadero azúcar. Y aquí tienes un
               magnífico  pan  blanco,  no  esas  porquerías  que  nos  dan,  y  un  bote  de

               mermelada. Y aquí tienes un bote de leche condensada. Pero fíjate en esto;
               estoy orgullosísima de haberlo conseguido. Tuve que envolverlo con tela de
               saco para que no se conociera, porque...

                   Pero no necesitaba explicarle por qué lo había envuelto con tanto cuidado.
               El  aroma  que  despedía  aquello  llenaba  la  habitación,  un  olor  exquisito  que
               parecía emanado de su primera infancia, el olor que sólo se percibía ya de vez

               en cuando al pasar por un corredor y antes de que le cerraran a uno la puerta
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