Page 104 - 1984
P. 104

había existido.

                   Hacía un calor horrible. En el laberíntico Ministerio las habitaciones sin
               ventanas y con buena refrigeración mantenían una temperatura normal, pero
               en la calle el pavimento echaba humo y el ambiente del metro a las horas de
               aglomeración era espantoso. Seguían en pleno hervor los preparativos para la
               Semana del Odio y los funcionarios de todos los Ministerios dedicaban a esta
               tarea horas extraordinarias. Había que organizar los desfiles, manifestaciones,

               conferencias, exposiciones de figuras de cera, programas cinematográficos y
               de  telepantalla,  erigir  tribunas,  construir  efigies,  inventar  consignas,  escribir
               canciones, extender rumores, falsificar fotografías... La sección de Julia en el
               Departamento de Novela había interrumpido su tarea habitual y confeccionaba
               una serie de panfletos de atrocidades. Winston, aparte de su trabajo corriente,

               pasaba mucho tiempo cada día revisando colecciones del Times y alterando o
               embelleciendo noticias que iban a ser citadas en los discursos. Hasta última
               hora de la noche, cuando las multitudes de los incultos proles paseaban por las
               calles, la ciudad presentaba un aspecto febril. Las bombas cohete caían con
               más  frecuencia  que  nunca  y  a  veces  se  percibían  allá  muy  lejos  enormes
               explosiones que nadie podía explicar y sobre las cuales se esparcían insensatos
               rumores.


                   La  nueva  canción  que  había  de  ser  el  tema  de  la  Semana  del  Odio  (se
               llamaba  la  Canción  del  Odio)  había  sido  ya  compuesta  y  era  repetida
               incansablemente por las telepantallas. Tenía un ritmo salvaje, de ladridos y no
               podía  llamarse  con  exactitud  música.  Más  bien  era  como  el  redoble  de  un
               tambor. Centenares de voces rugían con aquellos sones que se mezclaban con
               el  chas-chas  de  sus  renqueantes  pies.  Era  aterrador.  Los  proles  se  habían
               aficionado a la canción, y por las calles, a media noche, competía con la que

               seguía siendo popular: «Era una ilusión sin esperanza». Los niños de Parsons
               la tocaban a todas horas, de un modo alucinante, en su peine cubierto de papel
               higiénico.  Winston  tenía  las  tardes  más  ocupadas  que  nunca.  Brigadas  de
               voluntarios  organizadas  por  Parsons  preparaban  la  calle  para  la  Semana  del
               Odio cosiendo banderas y estandartes, pintando carteles, clavando palos en los

               tejados  para  que  sirvieran  de  astas  y  tendiendo  peligrosamente  alambres  a
               través de la calle para colgar pancartas. Parsons se jactaba de que las casas de
               la  Victoria  era  el  único  grupo  que  desplegaría  cuatrocientos  metros  de
               propaganda. Se hallaba en su elemento y era más feliz que una alondra. El
               calor y el trabajo manual le habían dado pretexto para ponerse otra vez los
               shorts y la camisa abierta. Estaba en todas partes a la vez, empujaba, tiraba,
               aserraba,  daba  tremendos  martillazos,  improvisaba,  aconsejaba  a  todos  y

               expulsaba pródigamente una inagotable cantidad de sudor.

                   En todo Londres había aparecido de pronto un nuevo cartel que se repetía
               infinitamente. No tenía palabras. Se limitaba a representar, en una altura de
   99   100   101   102   103   104   105   106   107   108   109