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Notó que los hombros de ella se movían disconformes. Julia siempre lo
contradecía cuando él opinaba en este sentido. No estaba dispuesta a aceptar
como ley natural que el individuo está siempre vencido. En cierto modo
comprendía que también ella estaba condenada de antemano y que más pronto
o más tarde la Policía del Pensamiento la detendría y la mataría; pero por otra
parte de su cerebro creía firmemente que cabía la posibilidad de construirse un
mundo secreto donde vivir a gusto. Sólo se necesitaba suerte, astucia y
audacia. No comprendía que la felicidad era un mito, que, la única victoria
posible estaba en un lejano futuro mucho después de la muerte, y que desde el
momento en que mentalmente le declaraba una persona la guerra al Partido, le
convenía considerarse como un cadáver ambulante.
—Los muertos somos nosotros —dijo Winston.
—Todavía no hemos muerto —replicó Julia prosaicamente.
—Físicamente, todavía no. Pero es cuestión de seis meses, un año o quizá
cinco. Le temo a la muerte. Tú eres joven y por eso mismo quizá le temas a la
muerte más que yo. Naturalmente, haremos todo lo posible por evitarla lo más
que podamos. Pero la diferencia es insignificante. Mientras que los seres
humanos sigan siendo humanos, la muerte y la vida vienen a ser lo mismo.
—Oh, tonterías. ¿Qué preferirías: dormir conmigo o con un esqueleto?
¿No disfrutas de estar vivo? ¿No te gusta sentir: esto soy yo, ésta es mi mano,
esto mi pierna, soy real, sólida, estoy viva?... ¿No te gusta?
Ella se dio la vuelta y apretó su pecho contra él. Podía sentir sus senos,
maduros pero firmes, a través de su mono. Su cuerpo parecía traspasar su
juventud y vigor hacia él.
—Sí, me gusta —dijo Winston.
—No hablemos más de la muerte. Y ahora escucha, querido; tenemos que
fijar la próxima cita. Si te parece bien, podemos volver a aquel sitio del
bosque. Ya hace mucho tiempo que fuimos. Basta con que vayas por un
camino distinto. Lo tengo todo preparado. Tomas el tren... Pero lo mejor será
que te lo dibuje aquí.
Y tan práctica como siempre amasó primero un cuadrito de polvo y con
una ramita de un nido de palomas empezó a dibujar un mapa sobre el suelo.
CAPÍTULO IV
Winston examinó la pequeña habitación en la tienda del señor Charrington.
Junto a la ventana, la enorme cama estaba preparada con viejas mantas y una