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Se dio la vuelta y por un segundo casi no la reconoció. Había esperado
               verla desnuda. Pero no lo estaba. La transformación había sido mucho mayor.
               Se había pintado la cara. Debía de haber comprado el maquillaje en alguna
               tienda  de  los  barrios  proletarios.  Tenía  los  labios  de  un  rojo  intenso,  las
               mejillas  rosadas  y  la  nariz  con  polvos.  Incluso  se  había  dado  un  toquecito
               debajo de los ojos para hacer resaltar su brillantez: No se había pintado muy

               bien,  pero  Winston  entendía  poco  de  esto.  Nunca  había  visto  ni  se  había
               atrevido a imaginar a una mujer del Partido con cosméticos en la cara. Era
               sorprendente  el  cambio  tan  favorable  que  había  experimentado  el  rostro  de
               Julia. Con unos cuantos toques de color en los sitios adecuados, no sólo estaba
               mucho  más  bonita,  sino,  lo  que  era  más  importante,  infinitamente  más
               femenina. Su cabello corto y su «mono» juvenil de chico realzaban aún más
               este  efecto.  Al  abrazarla  sintió  Winston  un  perfume  a  violetas  sintéticas.

               Recordó entonces la semioscuridad de una cocina en un sótano y la boca negra
               cavernosa de una mujer. Era el mismísimo perfume que aquélla había usado,
               pero a Winston no le importaba esto por lo pronto.

                   —¡También perfume! —dijo.

                   —Sí, querido; también me he puesto perfume. ¿Y sabes lo que voy a hacer
               ahora? Voy a buscarme en donde sea un verdadero vestido de mujer y me lo

               pondré  en  vez  de  estos  asquerosos  pantalones.  ¡Llevaré  medias  de  seda  y
               zapatos de tacón alto! Estoy dispuesta a ser en esta habitación una mujer y no
               una camarada del Partido.

                   Se sacaron las ropas y se subieron a la gran cama de caoba. Era la primera
               vez  que  él  se  desnudaba  por  completo  en  su  presencia.  Hasta  ahora  había
               tenido  demasiada  vergüenza  de  su  pálido  y  delgado  cuerpo,  con  las  varices

               saliéndole en las pantorrillas y el trozo descolorido justo encima de su tobillo.
               No había sábanas pero la manta sobre la que estaban echados estaba gastada y
               era suave, y el tamaño y lo blando de la cama los tenía asombrados.

                   —Seguro que está llena de chinches, pero ¿qué importa? —dijo Julia.

                   No se veían camas dobles en aquellos tiempos, excepto en las casas de los
               proles. Winston había dormido en una ocasionalmente en su niñez. Julia no
               recordaba haber dormido nunca en una.


                   Durmieron  después  un  ratito.  Cuando  Winston  se  despertó,  el  reloj
               marcaba cerca de las nueve de la noche. No se movieron, porque Julia dormía
               con  la  cabeza  apoyada  en  el  hueco  de  su  brazo.  Casi  toda  su  pintura  había
               pasado a la cara de Winston o a la almohada, pero todavía le quedaba un poco
               de  colorete  en  las  mejillas.  Un  rayo  de  sol  poniente  caía  sobre  el  pie  de  la
               cama  y  daba  sobre  la  chimenea  donde  el  agua  hervía  a  borbotones.  Ya  no
               cantaba la mujer en el patio, pero seguían oyéndose los gritos de los niños en

               la calle. Julia se despertó, frotándose los ojos, y se incorporó apoyándose en
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