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contó la pequeña ceremonia frígida que Katharine le había obligado a celebrar
la misma noche cada semana—. Le repugnaba, pero por nada del mundo lo
habría dejado de hacer. No te puedes figurar cómo le llamaba a aquello.
—«Nuestro deber para con el Partido» —dijo Julia inmediatamente—.
—¿Cómo lo sabías?
—Querido, también yo he estado en la escuela. A las mayores de dieciséis
años les dan conferencias sobre temas sexuales una vez al mes. Y luego, en el
Movimiento juvenil, no dejan de grabarle a una esas estupideces en la cabeza.
En muchísimos casos da resultado. Claro que nunca se tiene la seguridad
porque la gente es tan hipócrita...
Y Julia se extendió sobre este asunto. Ella lo refería todo a su propia
sexualidad. A diferencia de Winston, entendía perfectamente lo que el Partido
se proponía con su puritanismo sexual. Lo más importante era que la represión
sexual conducía a la histeria, lo cual era deseable ya que se podía transformar
en una fiebre guerrera y en adoración del líder. Ella lo explicaba así «Cuando
haces el amor gastas energías y después te sientes feliz y no te importa nada.
No pueden soportarlo que te sientas así. Quieren que estés a punto de estallar
de energía todo el tiempo. Todas estas marchas arriba y abajo vitoreando y
agitando banderas no es más que sexo agriado. Si eres feliz dentro de ti
mismo, ¿por qué te ibas a excitar por el Gran Hermano y el Plan Trienal y los
Dos Minutos de Odio y todo el resto de su porquería?». Esto era cierto, pensó
él. Había una conexión directa entre la castidad y la ortodoxia política. ¿Cómo
iban a mantenerse vivos el miedo, y el odio y la insensata incredulidad que el
Partido necesitaba si no se embotellaba algún instinto poderoso para usarlo
después como combustible? El instinto sexual era peligroso para el Partido y
éste lo había utilizado en provecho propio. Habían hecho algo parecido con el
instinto familiar. La familia no podía ser abolida; es más, se animaba a la gente
a que amase a sus hijos casi al estilo antiguo. Pero, por otra parte, los hijos
eran enfrentados sistemáticamente contra sus padres y se les enseñaba a
espiarlos y a denunciar sus desviaciones. La familia se había convertido en
una ampliación de la Policía del Pensamiento. Era un recurso por medio del
cual todos se hallaban rodeados noche y día por delatores que les conocían
íntimamente.
De pronto se puso a pensar otra vez en Katharine. Ésta lo habría
denunciado a la P. del P. con toda seguridad si no hubiera sido demasiado tonta
para descubrir lo herético de sus opiniones. Pero lo que se la hacía recordar en
este momento era el agobiante calor de la tarde, que le hacía sudar. Empezó a
contarle a Julia algo que había ocurrido, o mejor dicho, que había dejado de
ocurrir en otra tarde tan calurosa como aquélla, once años antes. Katharine y
Winston se habían extraviado durante una de aquellas excursiones colectivas