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Cuando  se  reunieron  en  las  ruinas  del  campanario  llenaron  todos  los
               huecos de sus conversaciones anteriores. Era una tarde achicharrante. El aire
               del pequeño espacio sobre las campanas era ardiente e irrespirable y olía de un
               modo insoportable a palomar. Allí permanecieron varias horas, sentados en el
               polvoriento  suelo,  levantándose  de  cuando  en  cuando  uno  de  ellos  para
               asomarse cautelosamente y asegurarse de que no se acercaba nadie.

                   Julia tenía veintiséis años. Vivía en una especie de hotel con otras treinta

               muchachas («¡Siempre el hedor de las mujeres! ¡Cómo las odio!», comentó); y
               trabajaba, como él había adivinado, en las máquinas que fabricaban novelas en
               el  departamento  dedicado  a  ello.  Le  distraía  su  trabajo,  que  consistía
               principalmente  en  manejar  un  motor  eléctrico  poderoso,  pero  lleno  de
               resabios.  No  era  una  mujer  muy  lista  —según  su  propio  juicio—,  pero

               manejaba hábilmente las máquinas. Sabía todo el procedimiento para fabricar
               una  novela,  desde  las  directrices  generales  del  Comité  Inventor  hasta  los
               toques  finales  que  daba  la  Brigada  de  Repaso.  Pero  no  le  interesaba  el
               producto terminado. No le interesaba leer. Consideraba los libros como una
               mercancía, algo así como la mermelada o los cordones para los zapatos.

                   Julia  no  recordaba  nada  anterior  a  los  años  sesenta  y  tantos  y  la  única
               persona  que  había  conocido  que  le  hablase  de  los  tiempos  anteriores  a  la

               Revolución era un abuelo que había desaparecido cuando ella tenía ocho años.
               En la escuela había sido capitana del equipo de hockey y había ganado durante
               dos años seguidos el trofeo de gimnasia. Fue jefe de sección en los Espías y
               secretaria de una rama de la Liga de la juventud antes de afiliarse a la Liga
               juvenil Anti-Sex. Siempre había sido considerada como persona de absoluta
               confianza. Incluso (y esto era señal infalible de buena reputación) la habían
               elegido para trabajar en Pornosec, la subsección del Departamento de Novela

               encargada de fabricar pornografía barata para los proles. Allí había trabajado
               un  año  entero  ayudando  a  la  producción  de  libritos  que  se  enviaban  en
               paquetes  sellados  y  que  llevaban  títulos  como  Historias  deliciosas,  o  Una
               noche  en  un  colegio  de  chicas,  que  compraban  furtivamente  los  jóvenes
               proletarios,  con  lo  cual  se  les  daba  la  impresión  de  que  adquirían  una

               mercancía ilegal.

                   —¿Cómo son esos libros? —le preguntó Winston por curiosidad.

                   —Pues una porquería. Son de lo más aburrido. Hay sólo seis argumentos.
               Yo trabajaba únicamente en los calidoscopios. Nunca llegué a formar parte de
               la Brigada de Repaso.

                   —No tengo disposiciones para la literatura. Sí, querido, ni siquiera sirvo
               para eso.

                   Winston se enteró con asombro de que en la Pornosec, excepto el jefe, no

               había más que chicas. Dominaba la teoría de que los hombres, por ser menos
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