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capaces que las mujeres de dominar su instinto sexual, se hallaban en mayor
peligro de ser corrompidos por las suciedades que pasaban por sus manos.
—Ni siquiera permiten trabajar allí a las mujeres casadas —añadió—. Se
supone que las chicas solteras son siempre muy puras. Aquí tienes por lo
pronto una que no lo es.
Julia había tenido su primer asunto amoroso a los dieciséis años con un
miembro del Partido de sesenta años, que después se suicidó para evitar que lo
detuvieran. «Fue una gran cosa —dijo Julia—, porque, si no, mi nombre se
habría descubierto al confesar él.» Desde entonces se habían sucedido varios
otros. Para ella la vida era muy sencilla. Una lo quería pasar bien; ellos —es
decir, el Partido— trataban de evitarlo por todos los medios; y una procuraba
burlar las prohibiciones de la mejor manera posible. A Julia le parecía muy
natural que ellos le quisieran evitar el placer y que ella por su parte quisiera
librarse de que la detuvieran. Odiaba al Partido y lo decía con las más terribles
palabrotas, pero no era capaz de hacer una crítica seria de lo que el Partido
representaba. No atacaba más que la parte de la doctrina del Partido que
rozaba con su vida. Winston notó que Julia no usaba nunca palabras de
neolengua excepto las que habían pasado al habla corriente. Nunca había oído
hablar de la Hermandad y se negó a creer en su existencia. Creía estúpido
pensar en una sublevación contra el Partido. Cualquier intento en este sentido
tenía que fracasar. Lo inteligente le parecía burlar las normas y seguir viviendo
a pesar de ello. Se preguntaba cuántas habría como ella en la generación más
joven, mujeres educadas en el mundo de la revolución, que no habían oído
hablar de nada más, aceptando al Partido como algo de imposible
modificación —algo así como el cielo— y que sin rebelarse contra la
autoridad estatal la eludían lo mismo que un conejo puede escapar de un perro.
Entre Winston y Julia no se planteó la posibilidad de casarse. Había
demasiadas dificultades para ello. No merecía la pena perder tiempo pensando
en esto. Ningún comité de Oceanía autorizaría este casamiento, incluso si
Winston hubiera podido librarse de su esposa Katharine.
—¿Cómo era tu mujer?
—Era..., ¿conoces la palabra piensabien, es decir, ortodoxa por naturaleza,
incapaz de un mal pensamiento?
—No, no conozco esa palabra, pero sí la clase de persona a que te refieres.
Winston empezó a contarle la historia de su vida conyugal, pero Julia
parecía saber ya todo lo esencial de este asunto. Con Julia no le importaba
hablar de esas cosas. Katharine había dejado de ser para él un penoso
recuerdo, convirtiéndose en un recuerdo molesto.
—Lo habría soportado si no hubiera sido por una cosa —añadió. Y le