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Podemos  volver  a  este  sitio  —propuso  Julia—.  En  general,  puede
               emplearse dos veces el mismo escondite con tal de que se deje pasar uno o dos
               meses.

                   En cuanto se despertó, la conducta de Julia había cambiado. Tenía ya un

               aire prevenido y frío. Se vistió, se puso el cinturón rojo y empezó a planear el
               viaje de regreso. A Winston le parecía natural que ella se encargara de esto.
               Evidentemente poseía una habilidad para todo lo práctico que Winston carecía
               y también parecía tener un conocimiento completo del campo que rodeaba a
               Londres.  Lo  había  aprendido  a  fuerza  de  tomar  parte  en  excursiones

               colectivas. La ruta que le señaló era por completo distinta de la que él había
               seguido al venir, y le conducía a otra estación. «Nunca hay que regresar por el
               mismo  camino  de  ida»,  sentenció  ella,  como  si  expresara  un  importante
               principio  general.  Ella  partiría  antes  y  Winston  esperaría  media  hora  para
               emprender la marcha a su vez.

                   Había  nombrado  Julia  un  sitio  donde  podían  encontrarse,  después  de
               trabajar, cuatro días más tarde. Era una calle en uno de los barrios más pobres

               donde había un mercado con mucha gente y ruido. Estaría por allí, entre los
               puestos,  como  si  buscara  cordones  para  los  zapatos  o  hilo  de  coser.  Si  le
               parecía  que  no  había  peligro  se  llevaría  el  pañuelo  a  la  nariz  cuando  se
               acercara Winston. En caso contrario, sacaría el pañuelo. Él pasaría a su lado
               sin  mirarla.  Pero  con  un  poco  de  suerte,  en  medio  de  aquel  gentío  podrían
               hablar  tranquilos  durante  un  cuarto  de  hora  y  ponerse  de  acuerdo  para  otra
               cita.


                   —Ahora tengo que irme —dijo la muchacha en cuanto vio que él se había
               enterado  bien  de  sus  instrucciones.  Debo  estar  de  vuelta  a  las  diecinueve
               treinta. Tengo que dedicarme dos horas a la Liga Anti-Sex repartiendo folletos
               o algo por el estilo. ¿Verdad que es un asco? Sacúdeme con las manos. ¿Estás
               seguro de que no tengo briznas en el cabello? ¡Bueno, adiós, amor mío; adiós!

                   Se  arrojó  en  sus  brazos,  lo  besó  casi  violentamente  y  poco  después

               desaparecía  por  el  bosque  sin  hacer  apenas  ruido.  Incluso  ahora  seguía  sin
               saber cómo se llamaba de apellido ni dónde vivía. Sin embargo, era igual, pues
               resultaba  inconcebible  que  pudieran  citarse  en  lugar  cerrado  ni  escribirse.
               Nunca  volvieron  al  bosquecillo.  Durante  el  mes  de  mayo  sólo  tuvieron  una
               ocasión de estar juntos de aquella manera. Fue en otro escondite que conocía
               Julia, el campanario de una ruinosa iglesia en una zona casi desierta donde una
               bomba atómica había caído treinta años antes. Era un buen escondite una vez

               que se llegaba allí, pero era muy peligroso el viaje. Aparte de eso, se vieron
               por las calles en un sitio diferente cada tarde y nunca más de media hora cada
               vez.  En  la  calle  era  posible  hablarse  de  cierta  manera.  Mezclados  con  la
               multitud, juntos, pero dando la impresión de que era el movimiento de la masa
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