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tal de podrir, de debilitar, de minar.


                   La atrajo hacia sí, de modo que quedaron de rodillas frente a frente.

                   —Oye,  cuantos  más  hombres  hayas  tenido  más  te  quiero  yo.  ¿Lo
               comprendes?

                   —Sí, perfectamente.

                   —Odio la pureza, odio la bondad. No quiero que exista ninguna virtud en
               ninguna parte. Quiero que todo el mundo esté corrompido hasta los huesos.

                   —Pues bien, debe irte bien, cariño. Estoy corrompida hasta los huesos.


                   —¿Te gusta hacer esto? No quiero decir simplemente yo, me refiero a la
               cosa en sí.

                   —Lo adoro.

                   Esto era sobre todas las cosas lo que quería oír. No simplemente el amor
               por una persona sino el instinto animal, el simple indiferenciado deseo. Esta
               era  la  fuerza  que  destruiría  al  Partido.  La  empujó  contra  la  hierba  entre  las
               campanillas azules. Esta vez no hubo dificultad. El movimiento de sus pechos

               fue bajando hasta la velocidad normal y con un movimiento de desamparo se
               fueron separando. El sol parecía haber intensificado su calor. Los dos estaban
               adormilados. Él alcanzó su desechado mono y la cubrió parcialmente.

                   Al poco tiempo se durmieron profundamente. Al cabo de media hora se
               despertó  Winston.  Se  incorporó  y  contempló  a  Julia,  que  seguía  durmiendo
               tranquilamente con su cara pecosa en la palma de la mano. Aparte de la boca,

               sus facciones no eran hermosas. Si se miraba con atención, se descubrían unas
               pequeñas  arrugas  en  torno  a  los  ojos.  El  cabello  negro  y  corto  era
               extraordinariamente abundante y suave. Pensó entonces que todavía ignoraba
               el apellido y el domicilio de ella.

                   Este cuerpo joven y vigoroso, desamparado ahora en el sueño, despertó en
               él  un  compasivo  y  protector  sentimiento.  Pero  la  ternura  que  había  sentido
               mientras  escuchaba  el  canto  del  pájaro  había  desaparecido  ya.  Le  apartó  el

               mono a un lado y estudió su cadera. En los viejos tiempos, pensó, un hombre
               miraba el cuerpo de una muchacha y veía que era deseable y aquí se acababa
               la historia. Pero ahora no se podía sentir amor puro o deseo puro. Ninguna
               emoción  era  pura  porque  todo  estaba  mezclado  con  el  miedo  y  el  odio.  Su
               abrazo había sido una batalla, el clímax, una victoria. Era un golpe contra el

               Partido. Era un acto político.






                                                   CAPÍTULO III
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