Page 87 - 1984
P. 87

pájaro?  No  tenía  pareja  ni  rival  que  lo  contemplaran.  ¿Qué  le  impulsaba  a
               estarse allí, al borde del bosque solitario, regalándole su música al vacío? Se
               preguntó si no habría algún micrófono escondido allí cerca. Julia y él habían
               hablado  sólo  en  murmullo,  y  ningún  aparato  podría  registrar  lo  que  ellos
               habían  dicho,  pero  sí  el  canto  del  pájaro.  Quizás  al  otro  extremo  del
               instrumento  algún  hombrecillo  mecanizado  estuviera  escuchando  con  toda

               atención;  sí,  escuchando  aquello.  Gradualmente  la  música  del  ave  fue
               despertando en él sus pensamientos. Era como un líquido que saliera de él y se
               mezclara con la luz del sol, que se filtraba por entre las hojas. Dejó de pensar y
               se limitó a sentir. La cintura de la muchacha bajo su brazo era suave y cálida.
               Le dio la vuelta hasta quedar abrazados cara a cara. El cuerpo de Julia parecía
               fundirse con el suyo. Donde quiera que tocaran sus manos, cedía todo como si
               fuera agua. Sus bocas se unieron con besos muy distintos de los duros besos

               que se habían dado antes. Cuando volvieron a apartar sus rostros, suspiraron
               ambos  profundamente.  El  pájaro  se  asustó  y  salió  volando  con  un  aleteo
               alarmado.

                   Rápidamente,  sin  poder  evitar  el  crujido  de  las  ramas  bajo  sus  pies,
               regresaron al claro. Cuando estuvieron ya en su refugio, se volvió Julia hacia
               él y lo miró fijamente. Los dos respiraban pesadamente, pero la sonrisa había

               desaparecido en las comisuras de sus labios. Estaban de pie y ella lo miró por
               un instante y luego tanteó la cremallera de su mono con las manos. ¡Si! ¡Fue
               casi como en un sueño! Casi tan velozmente como él se lo había imaginado,
               ella se arrancó la ropa y cuando la tiró a un lado fue con el mismo magnífico
               gesto con el cual toda una civilización parecía aniquilarse. Su blanco cuerpo
               brillaba al sol. Por un momento él no miró su cuerpo. Sus ojos habían buscado

               ancoraje en el pecoso rostro con su débil y franca sonrisa. Se arrodilló ante
               ella y tomó sus manos entre las suyas.

                   —¿Has hecho esto antes?

                   —Claro. Cientos de veces. Bueno, muchas veces.

                   —¿Con miembros del Partido?

                   —Sí, siempre con miembros del Partido.

                   —¿Con miembros del Partido del Interior?

                   —No, con esos cerdos no. Pero muchos lo harían si pudieran. No son tan

               sagrados como pretenden.

                   Su corazón dio un salto. Lo había hecho muchas veces. Todo lo que oliera
               a corrupción le llenaba de una esperanza salvaje. Quién sabe, tal vez el Partido
               estaba podrido bajo la superficie, su culto de fuerza y autocontrol no era más
               que una trampa tapando la iniquidad. Si hubiera podido contagiarlos a todos
               con la lepra o la sífilis, ¡con qué alegría lo hubiera hecho! Cualquier cosa con
   82   83   84   85   86   87   88   89   90   91   92