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pájaro? No tenía pareja ni rival que lo contemplaran. ¿Qué le impulsaba a
estarse allí, al borde del bosque solitario, regalándole su música al vacío? Se
preguntó si no habría algún micrófono escondido allí cerca. Julia y él habían
hablado sólo en murmullo, y ningún aparato podría registrar lo que ellos
habían dicho, pero sí el canto del pájaro. Quizás al otro extremo del
instrumento algún hombrecillo mecanizado estuviera escuchando con toda
atención; sí, escuchando aquello. Gradualmente la música del ave fue
despertando en él sus pensamientos. Era como un líquido que saliera de él y se
mezclara con la luz del sol, que se filtraba por entre las hojas. Dejó de pensar y
se limitó a sentir. La cintura de la muchacha bajo su brazo era suave y cálida.
Le dio la vuelta hasta quedar abrazados cara a cara. El cuerpo de Julia parecía
fundirse con el suyo. Donde quiera que tocaran sus manos, cedía todo como si
fuera agua. Sus bocas se unieron con besos muy distintos de los duros besos
que se habían dado antes. Cuando volvieron a apartar sus rostros, suspiraron
ambos profundamente. El pájaro se asustó y salió volando con un aleteo
alarmado.
Rápidamente, sin poder evitar el crujido de las ramas bajo sus pies,
regresaron al claro. Cuando estuvieron ya en su refugio, se volvió Julia hacia
él y lo miró fijamente. Los dos respiraban pesadamente, pero la sonrisa había
desaparecido en las comisuras de sus labios. Estaban de pie y ella lo miró por
un instante y luego tanteó la cremallera de su mono con las manos. ¡Si! ¡Fue
casi como en un sueño! Casi tan velozmente como él se lo había imaginado,
ella se arrancó la ropa y cuando la tiró a un lado fue con el mismo magnífico
gesto con el cual toda una civilización parecía aniquilarse. Su blanco cuerpo
brillaba al sol. Por un momento él no miró su cuerpo. Sus ojos habían buscado
ancoraje en el pecoso rostro con su débil y franca sonrisa. Se arrodilló ante
ella y tomó sus manos entre las suyas.
—¿Has hecho esto antes?
—Claro. Cientos de veces. Bueno, muchas veces.
—¿Con miembros del Partido?
—Sí, siempre con miembros del Partido.
—¿Con miembros del Partido del Interior?
—No, con esos cerdos no. Pero muchos lo harían si pudieran. No son tan
sagrados como pretenden.
Su corazón dio un salto. Lo había hecho muchas veces. Todo lo que oliera
a corrupción le llenaba de una esperanza salvaje. Quién sabe, tal vez el Partido
estaba podrido bajo la superficie, su culto de fuerza y autocontrol no era más
que una trampa tapando la iniquidad. Si hubiera podido contagiarlos a todos
con la lepra o la sífilis, ¡con qué alegría lo hubiera hecho! Cualquier cosa con