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Interior, sin usar palabras de esas que solían aparecer escritas con tiza en los

               callejones solitarios. A él no le disgustaba eso, puesto que era un síntoma de la
               rebelión  de  la  joven  contra  el  Partido  y  sus  métodos.  Y  semejante  actitud
               resultaba natural y saludable, como el estornudo de un caballo que huele mala
               avena. Habían salido del claro y paseaban por entre los arbustos. Iban cogidos
               de la cintura siempre que tenían sitio suficiente para pasar los dos juntos. Notó

               que la cintura de Julia resultaba mucho más suave ahora que se había quitado
               el cinturón. Seguían hablando en voz muy baja. Fuera del claro, dijo Julia, era
               mejor ir con prudencia. Llegaron hasta la linde del bosquecillo. Ella lo detuvo.

                   —No  salgas  a  campo  abierto.  Podría  haber  alguien  que  nos  viera.
               Estaremos mejor detrás de las ramas.

                   Y permanecieron a la sombra de los arbustos. La luz del sol, filtrándose
               por las innumerables hojas, les seguía caldeando el rostro. Winston observó el
               campo que los rodeaba y experimentó, poco a poco, la curiosa sensación de

               reconocer aquel lugar. Era tierra de pastos, con un sendero que la cruzaba y
               alguna pequeña elevación de cuando en cuando. En la valla, medio rota, que se
               veía al otro lado, se divisaban las ramas de unos olmos que se balanceaban con
               la brisa, y sus hojas se movían en densas masas como cabelleras femeninas.
               Seguramente por allí cerca, pero fuera de su vista, habría un arroyuelo.

                   —¿No hay por aquí cerca un arroyo? —murmuró.


                   —Sí lo hay. Está al borde del terreno colindante con éste. Hay peces, muy
               grandes  por  cierto.  Se  puede  verlos  en  las  charcas  que  se  forman  bajo  los
               sauces.

                   —Es el País Dorado... casi —murmuró.

                   —¿El País Dorado?

                   No tiene importancia. Es un paisaje que he visto algunas veces en sueños.

                   —¡Mira! —susurró Julia.


                   Un pájaro se había movido en una rama a unos cinco metros de ellos y casi
               al nivel de sus caras. Quizá no los hubiera visto. Estaba en el sol y ellos a la
               sombra. Extendió las alas, volvió a colocárselas cuidadosamente en su sitio,
               inclinó  la  cabecita  un  momento,  como  si  saludara  respetuosamente  al  sol  y
               empezó  a  cantar  torrencialmente.  En  el  silencio  de  la  tarde,  sobrecogía  el
               volumen de aquel sonido. Winston y Julia se abrazaron fascinados. La música
               del  ave  continuó,  minuto  tras  minuto,  con  asombrosas  variaciones  y  sin

               repetirse  nunca,  casi  como  si  estuviera  demostrando  a  propósito  su
               virtuosismo. A veces se detenía unos segundos, extendía y recogía sus alas,
               luego hinchaba su pecho moteado y empezaba de nuevo su concierto. Winston
               lo  contemplaba  con  un  vago  respeto.  ¿Para  quién,  para  qué  cantaba  aquel
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