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—Todo eso no me importa en absoluto —dijo la muchacha.

                   Un instante después, sin saber cómo, se la encontró Winston en sus brazos.
               Al  principio,  su  única  sensación  era  de  incredulidad.  El  juvenil  cuerpo  se
               apretaba contra el suyo y la masa de cabello negro le daba en la cara y, aunque
               le pareciera increíble, le acercaba su boca y él la besaba. Sí, estaba besando
               aquella  boca  grande  y  roja.  Ella  le  echó  los  brazos  al  cuello  y  empezó  a
               llamarle «querido, amor mío, precioso...». Winston la tendió en el suelo. Ella

               no se resistió; podía hacer con ella lo que quisiera. Pero la verdad era que no
               sentía ningún impulso físico, ninguna sensación aparte de la del abrazo. Le
               dominaban la incredulidad y el orgullo. Se alegraba de que esto ocurriera, pero
               no tenía deseo físico alguno. Era demasiado pronto. La juventud y la belleza
               de aquel cuerpo le habían asustado; estaba demasiado acostumbrado a vivir sin

               mujeres.  Quizá  fuera  por  alguna  de  estas  razones  o  quizá  por  alguna  otra
               desconocida. La joven se levantó y se sacudió del cabello una florecilla que se
               le había quedado prendida en él. Sentóse junto a él y le rodeó la cintura con su
               brazo.

                   —No te preocupes, querido, no hay prisa. Tenemos toda la tarde. ¿Verdad
               que es un escondite magnífico? Me perdí una vez en una excursión colectiva y
               descubrí este lugar. Si viniera alguien, lo oiríamos a cien metros.

                   —¿Cómo te llamas? —dijo Winston.


                   —Julia. Tu nombre ya lo conozco. Winston... Winston Smith.

                   —¿Cómo te enteraste?

                   —Creo  que  tengo  más  habilidad  que  tú  para  descubrir  cosas,  querido.
               Dime, ¿qué pensaste de mí antes de darte aquel papelito?

                   Winston  no  tuvo  ni  la  menor  tentación  de  mentirle.  Era  una  especie  de
               ofrenda amorosa empezar confesando lo peor.

                   —Te  odiaba.  Quería  abusar  de  ti  y  luego  asesinarte.  Hace  dos  semanas

               pensé seriamente romperte la cabeza con una piedra. Si quieres saberlo, te diré
               que te creía en relación con la Policía del Pensamiento.

                   La muchacha se reía encantada, tomando aquello como un piropo por lo
               bien que se había disfrazado.

                   —¡La  Policía  del  Pensamiento,  qué  ocurrencia!  No  es  posible  que  lo
               creyeras.

                   —Bueno, quizá no fuera exactamente eso. Pero, por tu aspecto... quizá por

               tu  juventud  y  por  lo  saludable  que  eres;  en  fin,  ya  comprendes,  creí  que
               probablemente...

                   —Pensaste que era una excelente afiliada. Pura en palabras y en hechos.
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