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sensación fue de alivio, pero mientras contemplaba el cuerpo femenino,
esbelto y fuerte a la vez, que se movía ante él, y se fijaba en el ancho cinturón
rojo, lo bastante apretado para hacer resaltar la curva de sus caderas, empezó a
sentir su propia inferioridad. Incluso ahora le parecía muy probable que
cuando ella se volviera y lo mirara, lo abandonaría. La dulzura del aire y el
verdor de las hojas lo hechizaban. Ya cuando venía de la estación, el sol de
mayo le había hecho sentirse sucio y gastado, una criatura de puertas adentro
que llevaba pegado a la piel el polvo de Londres. Se le ocurrió pensar que
hasta ahora no lo había visto ella de cara a plena luz. Llegaron al árbol
derribado del que la joven había hablado. Ésta saltó por encima del tronco y,
separando las grandes matas que lo rodeaban, pasó a un pequeño claro.
Winston, al seguirla, vio que el pequeño espacio estaba rodeado todo por
arbustos y oculto por ellos. La muchacha se detuvo y, volviéndose hacia él, le
dijo:
—Ya hemos llegado.
Winston se hallaba a varios pasos de ella. Aún no se atrevía a acercársele
más.
—No quise hablar en la vereda —prosiguió ella— por si acaso había algún
micrófono escondido. No creo que lo haya, pero no es imposible. Siempre
cabe la posibilidad de que uno de esos cerdos te reconozca la voz. Aquí
estamos bien.
Todavía le faltaba valor a Winston para acercarse a ella. Por eso, se limitó
a repetir tontamente:
—¿Estamos bien aquí?
—Sí. Mira los árboles —eran unos arbolillos de ramas finísimas—. No hay
nada lo bastante grande para ocultar un micro. Además, ya he estado aquí
antes.
Sólo hablaban. Él se había decidido ya a acercarse más a ella. Sonriente,
con cierta ironía en la expresión, la joven estaba muy derecha ante él como
preguntándose por qué tardaba tanto en empezar. El ramo de flores silvestre se
había caído al suelo. Winston le cogió la mano.
—¿Quieres creer —dijo— que hasta este momento no sabía de qué color
tienes los ojos? —Eran castaños, bastante claros, con pestañas negras—.
Ahora que me has visto a plena luz y cara a cara, ¿puedes soportar mi
presencia?
—Sí, bastante bien.
—Tengo treinta y nueve años. Estoy casado y no me puedo librar de mi
mujer. Tengo varices y cinco dientes postizos.