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difícil  trabajo  que  le  había  de  ocupar  varias  horas  y  acaparar  su  atención.

               Consistía en falsificar una serie de informes de producción de dos años antes
               con objeto de desacreditar a un prominente miembro del Partido Interior que
               empezaba a estar mal visto. Winston servía para estas cosas y durante más de
               dos horas logró apartar a la joven de su mente. Entonces le volvió el recuerdo
               de  su  cara  y  sintió  un  rabioso  e  intolerable  deseo  de  estar  solo.  Porque

               necesitaba  la  soledad  para  pensar  a  fondo  en  sus  nuevas  circunstancias.
               Aquella  noche  era  una  de  las  elegidas  por  el  Centro  Comunal  para  sus
               reuniones. Tomó una cena temprana —otra insípida comida— en la cantina, se
               marchó al Centro a toda prisa, participó en las solemnes tonterías de un «grupo
               de  polemistas»,  jugó  dos  veces  al  tenis  de  mesa,  se  tragó  varios  vasos  de
               ginebra y soportó durante una hora la conferencia titulada «Los principios de
               Ingsoc en el juego de ajedrez». Su alma se retorcía de puro aburrimiento, pero

               por primera vez no sintió el menor impulso de evitarse una tarde en el Centro.
               A la vista de las palabras Te quiero, el deseo de seguir viviendo le dominaba y
               parecía  tonto  exponerse  a  correr  unos  riesgos  que  podían  evitarse  tan
               fácilmente. Hasta las veintitrés, cuando ya estaba acostado —en la oscuridad,
               donde estaba uno libre hasta de la telepantalla con tal de no hacer ningún ruido

               — no pudo dejar fluir libremente sus pensamientos.

                   Se trataba de un problema físico que había de ser resuelto: cómo ponerse
               en relación con la muchacha y preparar una cita. No creía ya posible que la
               joven le estuviera tendiendo una trampa. Estaba seguro de que no era así por la
               inconfundible  agitación  que  ella  no  había  podido  ocultar  al  entregarle  el
               papelito.  Era  evidente  que  estaba  asustadísima,  y  con  motivo  sobrado.  A
               Winston no le pasó siquiera por la cabeza la idea de rechazar a la muchacha.

               Sólo hacía cinco noches que se había propuesto romperle el cráneo con una
               piedra. Pero lo mismo daba. Ahora se la imaginaba desnuda como la había
               visto en su ensueño. Se la había figurado idiota como las demás, con la cabeza
               llena de mentiras y de odios y el vientre helado. Una angustia febril se apoderó
               de él al pensar que pudiera perderla, que aquel cuerpo blanco y juvenil se le
               escapara. Lo que más temía era que la muchacha cambiase de idea si no se
               ponía  en  relación  con  ella  rápidamente.  Pero  la  dificultad  física  de  esta

               aproximación era enorme. Resultaba tan difícil como intentar un movimiento
               en el juego de ajedrez cuando ya le han dado a uno el mate. Adondequiera que
               fuera  uno,  allí  estaba  la  telepantalla.  Todos  los  medios  posibles  para
               comunicarse con la joven se le ocurrieron a Winston a los cinco minutos de
               leer  la  nota;  pero  una  vez  acostado  y  con  tiempo  para  pensar  bien,  los  fue

               analizando  uno  a  uno  como  si  tuviera  esparcidas  en  una  mesa  una  fila  de
               herramientas para probarlas.

                   Desde luego, la clase de encuentro de aquella mañana no podía repetirse.
               Si  ella  hubiera  trabajado  en  el  Departamento  de  Registro,  habría  sido  muy
               sencillo,  pero  Winston  tenía  una  idea  muy  remota  de  dónde  estaba  el
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